El exteniente coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero Molina, protagonista del intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, con 93 años en Valencia, está ingresado en estado muy grave. Tal como ha informado El Mundo, se encuentra "clínicamente muerto". Su nombre quedó grabado en la historia de España como símbolo del último coletazo del franquismo, en el intento de frenar por la fuerza la consolidación de la democracia.

De joven oficial a símbolo del autoritarismo

Nacido en Alhaurín el Grande (Málaga) el 30 de abril de 1932, Tejero ingresó en la Guardia Civil con 19 años y desarrolló su carrera en distintos destinos del territorio español. Ascendió a teniente en 1955 y posteriormente a comandante, pasando por plazas como Manresa, La Cañiza, Vélez-Málaga, Las Palmas o Badajoz.

Su trayectoria estuvo marcada por los enfrentamientos con el poder civil y por un profundo rechazo a la apertura democrática que comenzaba a abrirse paso en España en los años setenta. Ya durante la Transición acumuló arrestos y sanciones por desobediencia y por sus actitudes contrarias a las nuevas libertades políticas, lo que evidenciaba un perfil ideológico ultraconservador y nostálgico del régimen franquista.

La Operación Galaxia: el primer aviso

En 1978, Tejero participó en una conspiración militar conocida como la Operación Galaxia, un plan fallido para impedir la consolidación del Gobierno democrático y el proceso constitucional. Fue condenado a siete meses de prisión por aquel intento, pero lejos de rectificar, el episodio se convirtió en el preludio de algo mucho mayor.

El 23-F: la noche más larga de la democracia

El 23 de febrero de 1981, Tejero encabezó junto a unos 200 guardias civiles el asalto al Congreso de los Diputados, durante la sesión de investidura de Leopoldo Calvo-Sotelo. Pistola en mano, irrumpió en el hemiciclo al grito de “¡Quieto todo el mundo!”, en una imagen que quedó grabada para siempre en la memoria colectiva del país.

Durante casi 18 horas, mantuvo secuestrados a los diputados y miembros del Gobierno, mientras se desarrollaban movimientos militares en distintas regiones, con especial protagonismo del general Jaime Milans del Bosch, que llegó a sacar tanques a las calles de Valencia.

El golpe fracasó al amanecer del día 24, cuando el rey Juan Carlos I, en un mensaje televisado, reafirmó su apoyo al orden constitucional. Tejero se entregó poco después, marcando el principio del fin de los intentos golpistas en la España democrática.

Condena, cárcel y ausencia de arrepentimiento

Tejero fue condenado en 1983 a treinta años de prisión por un delito de rebelión militar consumada, con pérdida definitiva de su rango y su expulsión de la Guardia Civil. Cumplió condena en varias prisiones militares —entre ellas el castillo de La Palma y el de San Fernando— y fue el último de los golpistas en salir en libertad, en diciembre de 1996.

En la cárcel escribió sus memorias y se dedicó a la pintura, pero nunca mostró arrepentimiento alguno por sus actos. En sus escasas apariciones públicas posteriores, mantuvo su defensa del golpe y su lealtad a los principios del franquismo. Su silencio no fue un signo de cambio, sino de obstinación.

Entre el olvido y la nostalgia franquista

Tras su excarcelación, Tejero vivió entre Madrid y Torre del Mar (Málaga), apartado de la vida pública salvo por algunos gestos de corte ideológico. En 2006 escribió una carta al diario Melilla Hoy contra el Estatut de Cataluña; en 2012 presentó una denuncia por “sedición” contra el entonces president Artur Mas; y en 2019 se dejó ver a las puertas del cementerio de Mingorrubio para protestar contra la exhumación de Francisco Franco.

En 1982, incluso intentó presentarse a las elecciones generales desde prisión, al frente del efímero partido Solidaridad Española, cuyo lema electoral fue “¡Entra con Tejero en el Parlamento!”. Obtuvo apenas 28.451 votos.

La sombra del 23-F y la farsa del autoritarismo

Escribió Karl Marx en El 18 de brumario de Luis Bonaparte que “la historia ocurre dos veces: la primera como tragedia y la segunda como farsa”. La frase, rescatada tantas veces para explicar los movimientos reaccionarios, encaja con precisión en los dos golpes que marcaron la historia contemporánea de España: el del 18 de julio de 1936, que fracturó el país y lo sumió en una dictadura durante casi cuarenta años, y el del 23 de febrero de 1981, aquel intento fallido de devolver el mando a los viejos poderes franquistas.

Si el golpe de Franco fue la tragedia, el de Tejero fue la farsa, aunque una farsa peligrosa, capaz de haber reabierto las heridas del pasado. Como recuerdan investigaciones posteriores, entre ellas las del historiador Arcángel Bedmar, existía incluso un plan de represión inmediata en caso de éxito. La ultraderecha había elaborado listas negras con alrededor de 3.000 personas que serían “eliminadas” por representar, a ojos de los conspiradores, la resistencia moral o intelectual al golpe. En ellas figuraban políticos, sindicalistas, escritores, artistas y periodistas: desde Francisco Ayala hasta Luis Eduardo Aute, Fernando Fernán Gómez, Mercedes Milá o Juan Luis Cebrián.

Aquellas listas, elaboradas en diciembre de 1980 por milicias vinculadas a grupos como Fuerza Nueva o Falange Primera Línea, evidenciaban la red que seguía operando entre los aparatos franquistas y ciertos sectores militares. De haber triunfado el golpe, España habría revivido el patrón de violencia planificada que ya había guiado a los sublevados del 36.

El fallido 23-F fue, en efecto, una grotesca reedición de los fantasmas del pasado. Pero su huella no desapareció. El episodio se cerró con rapidez, sin depurar responsabilidades, y buena parte de las estructuras del franquismo siguieron intactas en el poder político, militar y mediático. Lo que no lograron las armas, lo consolidó la transición: la monarquía se reforzó, el sistema se estabilizó bajo el miedo a la involución y las heridas del pasado quedaron sin cerrar.

Décadas después, los ecos del 23-F siguen resonando. La ultraderecha contemporánea —con partidos como Vox o colectivos como Manos Limpias— mantiene viva una retórica que reivindica al dictador Francisco Franco y relativiza el intento golpista de Tejero. Por eso, como recuerdan los historiadores, contar lo ocurrido es también una forma de defensa democrática: “Los pueblos que no conocen su historia están condenados a repetirla”, escribió George Santayana.

Tejero murió sin arrepentirse de haber querido detener el reloj de la democracia.

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