El estreno de 2021 se acompaña de una moderada y voluntariosa esperanza para la sociedad catalana de encauzamiento en lo específicamente suyo, el conflicto político, además de compartir con el resto del mundo la perspectiva de una pronta recuperación social y económica a partir de la llegada de la vacuna. El año viejo se cerró con alertas a la decadencia de Catalunya como resultado de la colosal desorientación política perfectamente detectable en el gobierno, en el parlamento e incluso en la oposición. Las elecciones previstas para el 14-F, salvo impedimento epidemiológico, son interpretadas por los más optimistas como una ocasión propicia para el reencuentro con la política posibilista, aunque naturalmente también hay quienes ven los comicios como el relanzamiento del desafío. 

La desorientación catalana se inauguró oficialmente con la convocatoria de unas elecciones innecesarias en noviembre de 2012 por Artur Mas, con el único propósito de convertirse en el nuevo Jordi Pujol o incluso Francesc Macià, pero consiguiendo todo lo contrario, abriendo la puerta al Procés, con sus múltiples consecuencias en todos los ámbitos, y a su propia ruina política.

El choque frontal de 2017 dejó secuelas todavía vigentes. La instauración del nosotros (los soberanistas), vosotros (los constitucionalistas) y ellos (los españoles) facilitó la formación de sólidos y desastrosos bloques políticos y sociales, impenetrables hasta ahora. Las consecuencias judiciales y penitenciarias para los dirigentes políticos de aquel impacto, convertidas en una denuncia permanente de injusticia, lastran seriamente el enfoque de cualquier salida razonable al conflicto. Una salida que nadie ha sido capaz todavía de enunciar, ni por parte del independentismo ni por parte del estado.

La fuerza emocional del choque de octubre de 2017 sigue muy viva, tanto como la impresión general de que nadie sabe hacia donde avanzar, más allá de las buenas intenciones de reconciliación, asentadas en la llegada más o menos próxima, de indultos y reformas del Código Penal que suavicen la tensión. Mientras, cada bloque le da vueltas a su propia desorientación.

La parálisis es fácilmente apreciable, aunque los motivos sean diferentes. El independentismo no sabe cómo hacer efectivo su sueño sin empujar a Cataluña a la ruptura interna y al enfrentamiento con el estado. Los contrarios a la independencia no saben que oferta concreta presentar a los catalanes, aunque si saben el cómo debería aplicarse, respetando la Constitución, intacta o reformada. El único punto de encuentro por parte de algunos soberanistas y algunos constitucionalistas es el diálogo, siempre que no se exija una precisión de la agenda a tratar, porque entonces la mesa queda inevitablemente aplazada, en el mejor de los casos. Además, en ambos bloques existen enemigos acérrimos de este diálogo porque les estropea los réditos electorales de la confrontación.

La indecisión de unos y otros se mantiene intacta desde hace años, una largo periodo en el que los indicadores económicos de Catalunya se tambalean, se desvanece el aprecio por las instituciones históricas, desaparece de las prioridades de los gobernantes autonómicos el concepto de gestión y aumenta la conciencia social de estar sometidos unos y otros al imperio de la supuesta adscripción política en el momento de valorar cualquier hecho, sea una iniciativa económica, cultural o política. En demasiadas ocasiones, lo determinante no es lo que se hace, sino quién lo hace. La reaparición del debate lingüístico, nunca resuelto pero durante mucho tiempo apaciguado, ilustra perfectamente la tendencia al enfrentamiento a la menor chispa, sin atender a la realidad de un país bilingüe (en las leyes y en la calle) en la que el catalán no se muere ni el castellano está desapareciendo.

La correlación de fuerzas entre los bloques es estable en todos los sondeos, con tímidas oscilaciones que no hacen prever grandes cambios en las próximas elecciones. De producirse algún movimiento en la relación política vendrá dado, muy probablemente, por un cambio de planes de ERC, sustentado más en su animadversión por sus actuales socios de JxCat que por un espectacular vuelco en los porcentajes electorales de unos y otros. La secuencia demoscópica entre partidarios del estado propio y los contrarios a la independencia muestra un equilibrio notable, con una ligera ventaja para los defensores del “no” en un hipotético referéndum, insuficiente para desanimar o envalentonar a nadie de forma definitiva.  

Las dudas sobre un inminente final de esta larga etapa de ensimismamiento colectivo persisten ante los interrogantes existentes sobre los nuevos liderazgos que pretenden consolidarse aprovechando los comicios del 14-F. El desgaste de los dirigentes de los últimos años es indiscutible, sea por méritos propios o por los obstáculos y las criticas infligidas por el fuego amigo o por la justicia.

Carles Puigdemont y Oriol Junqueras se retroalimentan tan solo con sus desencuentros y habrá que ver qué grado de influencia mantienen sobre Laura Borràs y Pere Aragonés cuando estos se vean investidos de su propio poder. Miquel Iceta ha aceptado la opción de capitalizar la proyección pública adquirida por Salvador Illa en la gestión contra el coronavirus, esperando la reacción anímica de ERC tras los resultados. Jéssica Albiach asume la candidatura de los Comunes confiando en ser imprescindibles para una mayoría de izquierdas, pero en el peor momento de su partido, después de dos deserciones sonadas (Xavier Domènech y Elisenda Alamany) y cuando el fenómeno Ada Colau decae, a pesar de sus éxitos en la formación de mayorías municipales para aprobar los presupuestos. Ciudadanos, CUP, PP y Vox juegan en otra liga, junto al PDeCat, atentos a su propia supervivencia.