Para protegerse del daño electoral que se propone infligirle el PP a cuenta de las declaraciones de Alberto Garzón contra las macrogranjas, la parte socialista del Gobierno ha optado por negar reiteradamente al ministro de Consumo, desmarcándose así de unos objetivos de sostenibilidad alimentaria y medioambiental que en teoría son compartidos por todo el Gobierno y por todo el PSOE.

Es difícil saber quién le está haciendo más daño al Gobierno, si la oposición o él mismo. Si, ordenando a los ministros y dirigentes del partido marcar distancias con Garzón, la idea del presidente era apagar el fuego prendido por el ministro de Consumo, el resultado está siendo justo el contrario. A muchos votantes de la izquierda no les gusta lo que están viendo.

Por cierto, esto es exactamente lo declarado por Garzón:

“La ganadería extensiva es un medio medioambientalmente sostenible de ganadería y uno que tiene mucho peso en partes de España como Asturias, partes de Castilla y León, Andalucía y Extremadura. Eso es sostenible; lo que no es sostenible en absoluto son esas llamadas macrogranjas… Encuentran un pueblo en un área despoblada de España y colocan allí a 1.000, o 5.000, o 10.000 cabezas de ganado. Contaminan la tierra, contaminan el agua y luego exportan esta carne de mala calidad de estos animales maltratados”.

Aunque le sobrara lo de "carne de mala calidad", atendiendo exclusivamente a lo dicho por Garzón –a lo dicho por él, no a lo que las derechas y los presidentes socialistas de Aragón y Castilla-La Mancha dicen que dice Garzón– es difícil creer que el Gobierno de España no tuviera margen para defender a su ministro.

A estas alturas no debe quedar ya por ahí ningún ministro socialista del Gobierno que no haya mostrado públicamente su farisaica discrepancia con Alberto Garzón por su defensa de la ganadería extensiva frente a las macrogranjas.

Recuerda el ministro de Unidas Podemos a aquella protagonista de una de las escenas más recordadas de ‘Aterriza como puedas’ que se pone histérica ante los vaivenes del avión mientras una serie de pasajeros hacen cola en el pasillo para calmarla. El primero le pide que se domine y la zarandea, el segundo le ordena calmarse y la abofetea, el tercero espera su turno con una llave inglesa, el cuarto con unos guantes de boxeo, el siguiente con un látigo, otro con una pistola…

Encabezado por el presidente, el desfile de compañeros de gabinete prestos a abofetear a Garzón para apaciguar su histeria animalista ha debido recordarle al pobre político malagueño la célebre frase de “¡cuerpo a tierra, que vienen los nuestros!”. Es muy improbable que Garzón imaginara no ya que sus declaraciones a The Guardian iban a desencadenar tal incendio, sino que quienes estaban llamados a actuar de bomberos iban a apuntarse en tropel al bando de los pirómanos.

Para muchos votantes progresistas, la imagen de un presidente haciéndole el vacío a uno de sus ministros por decir la verdad resulta tóxica por tres motivos: supedita la verdad al interés, asume como propia una versión manipulada de lo dicho por Garzón y evidencia un Gobierno débil y a la defensiva.  

Se diría que en la Moncloa no han calculado que el principal damnificado de la crucifixión de su ministro comunista en la plaza pública tal vez acabe siendo, además del propio Garzón, el mismísimo presidente del Gobierno, en quien se adivina a la legua que ha dejado a su ministro a los pies de los caballos por razones de oportunidad electoral –la Castilla y León agrícola y ganadera abre las urnas el 13 de febrero–, no porque crea que lo dicho por Garzón es una mentira o un disparate.

Aunque quepa preguntarse si el ministro se habría puesto igual de estupendo si en vez de hacerlo sobre las macrogranjas hubiera reflexionado tan críticamente sobre un tema susceptible de perjudicar electoralmente a Unidas Podemos, se debe concluir que el pecado de Garzón habrá podido ser de oportunidad y aun de falta de tacto o de cálculo, pero no de impostura o sinrazón. Demasiada penitencia para tan poco pecado.