Sevilla conmemora este lunes con una serie de actos institucionales el XXV aniversario del asesinato del concejal del PP en el Ayuntamiento hispalense Alberto Jiménez-Becerril y de su esposa, la procuradora Ascensión García, a manos de la banda terrorista ETA, disuelta formalmente el 3 de mayo de 2018 pero desaparecida de hecho el 20 de octubre de 2011, fecha en que abandonó definitivamente sus asesinatos, secuestros, extorsiones y amenazas tras una ardua negociación impulsada por el presidente del Gobierno José Luis Rodríguez Zapatero y dirigida por su ministro del Interior Alfredo Pérez Rubalcaba.  

Los actos incluyen la inauguración en la Puerta de Jerez de la exposición de mupis '25 años in Memoriam', organizada por la Fundación Municipal Alberto Jiménez-Becerril, con la participación del presidente del Parlamento andaluz, Jesús Aguirre, y de representantes del Ayuntamiento hispalense y de la Junta de Andalucía.

También se celebrará una misa en la Catedral con la asistencia del presidente andaluz, Juan Manuel Moreno, y del alcalde de Sevilla, Antonio Muñoz, así como la tradicional ofrenda de flores en la céntrica calle Don Remondo, donde fueron asesinados el edil del PP y su esposa, la noche del 30 de enero de 1998, tras haber compartido la velada con amigos.

Reproducimos a continuación el artículo publicado el 31 de enero de 1998 en El Correo de Andalucía que glosaba aquel doble asesinato que espantó a Sevilla.

Letanía de los errores

Morir es amargo, pero morir por nada es doblemente amargo. Morir por nada es como morirse doblemente. Morir del tiempo, del corazón o del tabaco es amargo, pero es de algún modo necesario porque también de algún modo es natural morirse así. Te mueres porque tienes que morirte. Pero morir de muerte artificial es como morir por equivocación, como si tu muerte fuera una muerte errónea, una contingencia descabellada y atroz. Morir de muerte artificial es como morir de un resbalón al bajar de un tren en el que se han recorrido cientos de kilómetros bajo el fuego de la aviación enemiga.

El concejal del Partido Popular Alberto Jiménez-Becerril y su esposa Ascensión García Ortiz, padres de tres niños, murieron ayer en Sevilla de muerte artificial: murieron de una pistola equivocada accionada por un dedo equivocado perteneciente a una mano equivocada que recibió la orden de un cerebro equivocado encajado en el cuerpo de un hombre equivocado al que algún día consolarán curas equivocados y que hoy milita en una organización equivocada que confunde la paz con la guerra, la libertad con la tiranía, el siglo XX con el siglo XIII, la historia con la mitología y las ideas con los gatillos. Un gatillo puede ser muchas cosas, pero jamás será una idea.

De ese encadenamiento funeral de gatillos, pistolas, dedos, manos, cerebros, mitos, ideas, centurias y curas vizcaínos han muerto Ascensión y su marido en la ciudad de Sevilla en una madrugada de plomo y orfandad. Alberto Inocente y Ascensión Inocente. Hermanos en la muerte y el error. Un pistolero les ha robado el nombre, el apellido y las mayúsculas a que todo hombre tiene derecho sólo por haber nacido. Hoy son ya hermanos en las minúsculas del olvido que amenaza a todos los muertos de la tierra: alberto confuso y ascensión confusa, alberto perplejo y ascensión perpleja, alberto amargo y ascensión amarga, alberto olvido y ascensión olvido.

Volando ayer en un coche de Málaga a Sevilla tras conocer la noticia, vio el cronista las flores de un almendro despuntando en un ribazo y vio también una extensión de margaritas en un alcornocal de la llanura de Antequera. Una equivocación de pólvora irreparable había calcinado unas horas antes la hierba naciente, la verde llanura, el blanco almendro y el campo de casuales margaritas que los ojos apagados de alberto muerto y ascensión difunta no verán jamás.

Durante unos segundos atroces Alberto y Ascensión fueron el anónimo ciudadano de Kafka procesado y condenado por una equivocación nimia o gigantesca, pero en todo caso imposible de demostrar. Imposible hacer ver a los asesinos que ellos no son más que el erróneo eslabón final de una cadena de errores, los verdugos ejecutores de una sentencia ignota dictada por un juez invisible y rencoroso en aplicación de un estrafalario código penal redactado por un legislador enloquecido. 

Algún día en los años venideros habrá un adiós a las armas, alguien pedirá disculpas por los 900 errores mortales cometidos mientras el párroco de una iglesiuca perdida entre los montes de Vizcaya rezará un rosario de 900 cuentas a la sombra de los almendros en flor.