Las elecciones en Cataluña, sea cual sea el objetivo formal de la convocatoria, sirven para despejar dos incógnitas permanentes: el número de votos independentistas sube o baja y quien queda por delante, Puigdemont o Junqueras. Desde hace unos años sucede así y el 26-M no será diferente. Quien vaya a gobernar Barcelona es relevante y quien gane las europeas también, sin embargo, en la lucha sin cuartel que mantienen ERC y PDeCAT/Crida/JxCat lo trascendente es quien gana la hegemonía interna del movimiento independentista y cuál es el estado de salud electoral de la causa. Si, además, Barcelona puede convertirse en el nuevo estandarte del soberanismo, mejor.

Las municipales catalanas tienen dos ganadores y casi nunca coinciden. El que consigue teñir el mapa con el color de su partido y el que gobierna Barcelona. ERC pretende en esta ocasión obtener la doble victoria; para ello ha hecho dos cosas: un gran esfuerzo para aumentar su implantación territorial, hasta equilibrar su número de candidaturas a las de sus socios-adversarios de JxCat, y presentar al Ernest Maragall como aspirante a la alcaldía barcelonesa, confiando en el tirón emocional del apellido. La consecución de esta doble corona republicana deberá superar dos enemigos: la capacidad de arrastre por parte de Carles Puigdemont del voto europeo a los municipios que conforman el poder comarcal tradicional de CDC y la resurrección en campaña de Ada Colau.

Puigdemont, gracias a su nuevo aliado, la Junta Electoral Central, puede aguar la fiesta al partido de Junqueras en su aspiración de obtener sus tres coronas, la europea, la local y la barcelonesa. De momento, los sondeos no recogen el buen lanzamiento publicitario organizado por la JEC, porque todos los trabajos de campo son previos al surrealista intento de privar al ex expresidente y ex consejeros de sus derechos. Puigdemont puede presentarse como el enemigo público número uno del Estado español y esto tiene su atractivo electoral, sobre todo para quienes no creen que las europeas tengan mayor relevancia práctica que una proyección de buena voluntad de los electorados de los diferentes países, cuyos propios gobiernos se han encargado de recordar, a pocas horas del inicio de la campaña, quien manda en la Unión Europea. Y no es precisamente el Parlamento europeo.

La incógnita es saber si este voto emocional y de castigo sin mayor trascendencia puede ser traspasado miméticamente a la urna de las municipales donde está en juego el poder local, el comarcal y las diputaciones. Esta eventualidad le vendría muy bien a JxCat en Barcelona, donde su candidatura, a pesar de estar encabezada por uno de los presos del 1-O, Joaquim Forn, no levanta cabeza ante el empuje de la candidatura de ERC. Una repetición del triunfo republicano en las generales dejaría muy tocado el propio gobierno de Quim Torra, un ejecutivo que sobrevive a base de obviar decisiones trascendentes para evitarse la crisis entre los socios, cuyas discrepancias estratégicas son públicas.

Ernest Maragall lleva meses liderando los sondeos para ser el nuevo alcalde de Barcelona. Sin embargo, justo en el momento de iniciarse la campaña, la hipótesis de un empate técnico entre ERC y Barcelona en Comú se ha instalado en la opinión pública. Los resultados previstos por el CIS han sido como un balón de oxígeno para Colau tras el susto del 28-A. Con el partido abierto, la campaña electoral se presume como decisiva y ahí puede tener ventaja la alcaldesa. El candidato de ERC es un veterano de mil batallas, sin embargo nunca ha protagonizado una campaña en primera persona. Colau salió de la nada hace cuatro años y derrotó en quince días al alcalde saliente, Xavier Trias.

Maragall, Ernest, será acosado por sus socios de JxCat, señalándolo como partidario de un gobierno de izquierdas en Barcelona, subrayando el peligro de anteponer el interés ideológico al interés nacional, que ahora pasa por convertir la capital de Catalunya en la capital del independentismo. La ex consejera y ahora candidata de JxCat, Elsa Artadi,  ya lo hizo en el primer minuto de la campaña. El aspirante outsider del soberanismo radical, Jordi Graupera, ahondará también en esta suspicacia, obligando probablemente a ERC a redoblar sus declaraciones sobre el interés estratégico de Barcelona para la causa. El énfasis en una Barcelona instrumental para el procés, ofrecerá a Colau la oportunidad de denunciar dicha utilización, reafirmando el patriotismo barcelonés, en el sentido que Barcelona es una causa en ella misma.

La confrontación entre la concepción de Barcelona como ciudad al servicio de la Cataluña nacionalista y la consideración de Barcelona como modelo de entender una Cataluña plural es vieja, se arrastra desde que el pujolismo se hizo fuerte en la Generalitat y los socialistas en el consistorio barcelonés y el conjunto de los municipios del área metropolitana. Lo enésima edición de la batalla tiene su paradoja. Será protagonizada por ERC (aliado casi permanente de los socialista en el consistorio en aquella época) y Barcelona en Comú, que hace cuatro años se presentó rechazando la herencia recibida de décadas de tripartito municipal y ahora suspira por reeditarlo.

A la espera de acontecimientos, aguarda Jaume Collboni. El PSC se afianza como tercero en discordia, en la confianza de apuntalar su recuperación y de ser imprescindible para formar una mayoría suficiente para gobernar Barcelona según los cánones del municipalismo progresista más ortodoxo. En principio, los socialistas vienen negando cualquier apoyo a un alcalde independentista, lo que parece limitar sus opciones de pacto a un consistorio liderado por Barcelona en Comú, a pesar de tener profundas discrepancias con Colau por su pésima experiencia de la ruptura en este mandato. Tampoco es descartable que una distribución a la par del voto independentista entre Puigdemont y Junqueras acabe por convertir a los socialistas en los ganadores de las europeas en Cataluña.