Toda la derecha congregada bajo un grito unánime: “¡Elecciones ya!”. Fletaron autobuses, realizaron vídeos motivacionales y pusieron a la industria de banderas a funcionar día y noche para que nadie acudiese a la gran marcha patria sin su rojigualda.

Con cara de incredulidad y paso vigoroso trataron de esquivar la foto común Rivera y sus correligionarios. Sin embargo, el clamor popular desestabilizó los inútiles intentos de una formación que sufrió a los flashes, a la prensa y a sus propios críticos. La extrema derecha consiguió imponerse y dejar una estampa indeleble al paso del tiempo: Abascal, Casado y Rivera, juntos.

Todo sería distinto si aquello hubiera servido para algo. Hubo elecciones, pero fueron a causa del portazo independentista a los Presupuestos. Quisieron anotarse la medalla y afrontar una campaña ligada a los valores puestos sobre el papel en aquel gran acto de la derecha.

Santiago Abascal, Pablo Casado y Albert Rivera.

Pero, esquivos a la crítica, no se percataron de que la movilización solo había conseguido juntar a 45.000 asistentes. Las fotos aéreas no mentían, las cifras de la Policía Nacional eran verídicas, las excusas del bloque de la derecha no sirvieron. Las urnas hicieron fructificar los intereses de aquellos que repudiaron la política del simbolismo patrio y abrazaron las medidas sociales sin banderas.

El Orgullo, como ya ocurriera el año pasado, ha dejado en evidencia que los ímprobos esfuerzos de ultras, populares y naranjas por congregar a la ciudadanía son irrisorios cuando se enfrentan a la avalancha social. En 2018, las cifras de participación recogidas por Newtral fueron de 700.000 personas. Este año, la arcoíris ha vuelto a ganar a aquellos que apuestan por terapias para reconducir a los homosexuales, criminalizan su festividad y se empeñan en custodiar una España en blanco y negro contraria a los valores cívicos de una ciudadanía cansada de sermones levíticos.