Lo que se nos presentó en sus inicios como “la revolución de las sonrisas” se quedó en un “ensayo general de una revuelta” -así titula el analista Francesc-Marc Àlvaro su inteligente análisis sobre lo sucedido en el “procés” hasta el pasado mes de junio- y está derivando ahora en un despropósito monumental. Escenas de gran vandalismo en las calles y plazas de casi toda Cataluña, y de forma especial en Barcelona; intentos de asalto violento a infraestructuras tan estratégicas como el aeropuerto de la capital catalana o las vías del AVE; nuevos ataques a numerosas sedes de los partidos políticos no secesionistas y, en general, una atmósfera global cada vez más enrarecida, con la presencia de expertos practicantes del llamado “terrorismo urbano”, han sido las respuestas que algunos grupos separatistas -¿los CDR?- han llevado a cabo desde que se dio a conocer la dura sentencia del Tribunal Supremo contra una docena de dirigentes políticos y sociales del movimiento independentista.

Siendo ya por sí mismo muy grave lo hasta aquí relatado, no es lo peor. Lo que causa más desasosiego y preocupación en cada vez más amplios sectores de la ciudadanía de Cataluña, incluyendo a no pocos nacionalistas, soberanistas e independentistas que no han perdido definitivamente el seso, es que este clima de violencia desaforada y generalizada no solo no ha sido condenado con contundencia por parte del Gobierno de la Generalitat presidido por Quim Torra, sino que tanto el mismo presidente como la portavoz gubernamental, la consejera Meritxell Budó, simplemente han aludido al pacifismo a la vez que se han permitido expresar su “empatía” con el conjunto de manifestantes, y de forma muy especial a los que protagonizaron el intento de asalto violento a las instalaciones del aeropuerto de Barcelona.

Por absurdo que sea todo ello, lo cierto es que a mí ya nada me extraña en las actuaciones de Torra y su equipo. Lo mismo me sucede con Puigdemont y los suyos, con el inefable Comín al frente. Lo único que todavía me sorprende es que la dirigencia de ERC no les haya mandado al cuerno de una vez. Al fin y al cabo, Quim Torra ha intentado emular al célebre doctor Frankenstein y, al igual que le sucedía al personaje creado por Mary Shelley hace ya más de dos siglos, su monstruo ha acabado alzándose contra él. Tanto tiempo lleva Torra incitando y excitando a sus seguidores más radicalizados y extremistas con sus soflamas tan incendiarias como simplistas, que aquellas apelaciones suyas a “apretar, apretar”, han dado ya, desgraciadamente, sus frutos más nocivos.

Más allá de su evidente simpleza intelectual, de su absoluta ineptitud para la gobernanza y la gestión, de su permanente ensoñación basada en personajes tan siniestros como los tristemente célebres hermanos Miquel y Josep Badia, Daniel Cardona o Josep Dencàs -todos ellos exponentes de un secesionismo catalán de los años 30 del siglo pasado con evidentes conexiones fascistas y una ideología de extrema derecha de tintes xenófobos y etnicistas-, lo peor de Quim Torra es su bipolaridad y su tendencia a una suerte de esquizofrenia política que contagia a su gobierno. Y lo digo así, con todo mi respeto personal para todas las personas que sufren estas dolencias mentales.

En su novela gótica de terror, Mary Shelley retomaba y de algún modo ponía al día el mito de Prometeo creado por Esquilo. Shelley se rebelaba contra un proceso de industrialización que imponía un capitalismo injusto. Dos siglos más tarde, sin tener ni la más remota idea de ello, Torra, al igual que el doctor Frankenstein, ha intentado crear su propio monstruo, y ahora asiste impotente al terror que su criatura impone por doquier. Quizá incluso le satisfacen algunos de los excesos y desmanes del monstruo. Doctor Jekyll de día y Míster Hide de noche, la bipolaridad de Torra se extiende a su gobierno, que solo se mantiene en pie por casualidad, sin presupuestos, sin gestión y con gran parte de sus miembros enfrentados entre sí, en lo que parece ser un ejercicio de esquizofrenia política.

Si ERC no toma con urgencia la decisión de romper pública y rotundamente con Quim Torra -y por tanto también con Carles Puigdemont y los entornos de ambos-, lo que comenzó queriendo ser “la revolución de las sonrisas” no se quedará en un “ensayo general de una revuelta” sino que acabará siendo algo así como un dramático remedo de aquella Barcelona convertida en Rosa de Foc (Rosa de Fuego) por las violencias cruzadas entre extremistas. Y con su capital al frente, Cataluña entera se despeñará por un precipicio interminable. De ahí la enorme responsabilidad histórica que en estos momentos tiene Oriol Junqueras, preso por tantos años más en la cárcel de Lledoners, y con él Pere Aragonès, Roger Torrent y los restantes dirigentes principales de ERC. Porque ya no se trata de un problema de gobierno, ni tan siquiera se trata del legítimo proyecto independentista que ERC defiende desde hace tantos años. Se trata de garantizar la supervivencia del catalanismo político, basado en el mínimo común múltiplo, real y tangible, y no en un inexistente y falaz máximo común múltiplo. Porque lo que sí existe es el máximo común divisor. El de Quim Torra y Carles Puigdemont. El del monstruo del doctor Frankenstein. El de la bipolaridad y la esquizofrenia llevadas a la política.