Las elecciones generales del pasado 28 de abril supusieron un auténtico tsunami político en España. La cantidad de partidos con opciones de gobernar, siempre pendientes de los posibles pactos poselectorales que hicieran plausible la suma, se presentó como algo totalmente novedoso en la historia de nuestro país. 

Es cierto que en los comicios de 2015 y 2016 Podemos y Ciudadanos ya resquebrajaron cualquier posibilidad de mayoría absoluta e hicieron que el bipartidismo se tambaleara, pero estas elecciones han tenido todavía más opciones. En un país fraccionado, con una pluralidad evidente en la forma de sentir la política, la derecha quiso utilizar el conflicto catalán como bandera en su campaña electoral. Sin embargo, el paso de los años, el hartazgo ciudadano y la falta de otro mensaje hizo que el PP, líder de la derecha, perdiera 71 escaños y se quedara únicamente con 66. 

Salvó el segundo puesto de milagro, ya que Ciudadanos le pisó los talones, solo un 1% por detrás en voto y obteniendo su mejor resultado hasta la fecha: 57 escaños. Vox, el último de los llamados a participar en una alianza de las derechas, consiguió imponerse a su historia haciendo que la extrema derecha española obtuviera 24 escaños. Un resultado nada desdeñable pero que quedó lejos de las aspiraciones que la formación venía vendiendo en campaña. 

La fractura de la derecha hizo que el PSOE, con 123 escaños, fuera el gran vencedor de la noche. A ello hay que sumarle los 42 de Podemos y una alianza de izquierda que se prevé inmediata. La derecha se quedó lejos de la mayoría que ansiaba, los nacionalistas (con ERC a la cabeza) cosecharon un gran resultado, y el hemiciclo quedó de la siguiente manera. 

Este martes echará a andar la XIII Legislatura de nuestro país. Los ciudadanos electos tendrán que jurar o prometer la Constitución, dando el pistoletazo de salida a cuatro años (si todo sigue su curso natural) de política de obligado diálogo.