Prácticamente nadie atisbó hace una década que las principales calles de los barrios con menor renta de algunas ciudades de nuestro país, estuvieran copadas por locales de apuestas, con barra de bar incluida y ofertas permanentes de consumo de alcohol, donde mayoritariamente los jóvenes apostarían por el resultado un partido de fútbol de la liga ecuatoriana o el ganador de una carrera de galgos en Malasia.

Nos hemos acostumbrado a que los paisajes de nuestras ciudades cambien constantemente. Cada zona se retrata como una amalgama de establecimientos a la moda, según la década de turno, quedando ahora desdibujadas con los locales de apuestas como expresión de esta sociedad de la inmediatez en la que vivimos.    

El juego y las apuestas no son algo nuevo. Sus orígenes se remontan a la sociedad romana atravesando el tiempo hasta llegar al siglo XX, donde los británicos crearon la industria de las apuestas deportivas con el fútbol y las carreras de caballos, algo que posteriormente se fue extendido por el resto del mundo. A la par que en otros países europeos empezaron a instalarse establecimientos físicos como salones de juegos o casinos. 

La ludopatía ha estado presente a lo largo de la historia. Nuestra realidad más reciente se vincula a las conocidas como “máquinas tragaperras”, multiplicadas en los bares de los barrios y distritos con menor renta, al igual que los locales de apuestas. No es por azar que así suceda, sino por una causalidad empírica.

Buscan el emplazamiento en las zonas de alto tránsito peatonal, en barrios con escasos recursos y cualificación baja. Buscan a las personas con más ansiedad y necesidad de obtener un beneficio económico. Y colocan su mensaje: ganar es fácil y jugar es sencillo. No existe una clara percepción del riesgo, máxime si la bandeja se sirve al gusto, en caliente o en frío y si ésto lo mezclamos con alcohol a bajo precio y el hecho de poder hacerlo con los amigos. Tienen el poco pudor de llamarlo alternativa de ocio.

Los locales de apuestas en la calle son la cara visible del problema, pero tenemos la parte oculta en el juego online, pues con un smartphone en la intimidad se puede jugar sin complejo alguno. Y la pandemia no ha hecho sino agravar esta situación. El crecimiento del juego online se disparó un 250% en el póker online mientras no hubo competiciones deportivas. 

Sentirse atrapados en casa, con mayor ansiedad y sin alternativa de ocio nocturno son los componentes del cocktail perfecto para un fluido tráfico de asistentes a estos locales. Una sociedad sin parques pero con la bucólica idea de que el juego debe continuar, sin apenas límites. Comunidades Autónomas como Galicia y ayuntamientos como Madrid, gobernados ambos por la derecha, han ofrecido ayudas, bonificaciones y mejor tratamiento que a la hostelería.

Parece que como sociedad no conseguimos apreciar el riesgo de esta adicción sin sustancias pero de consecuencias psicosociales muy graves. Una patología social que no cesa de crecer y enraizar en las grandes ciudades, teniendo a la juventud como uno de sus rehenes favoritos, escasamente protegidos por la, hasta ahora, variopinta legislación de nuestras diecisiete comunidades.  

En 2011 se aprobó la Ley del Juego estatal que permitía la legalidad de las apuestas deportivas y racionalizaba el juego online. En las CCAA residía y reside la competencia del juego presencial, donde los ayuntamientos también tienen incidencia con la apertura de los locales. En un Estado descentralizado es obligatorio recordar quién, cómo y de qué forma se gestionan los asuntos públicos y legislativos.

El juego en 2020 movió en España 4345 millones de euros. Una cifra verdaderamente alarmante, que revela que nuestro país presenta la tasa más alta de jóvenes ludópatas, entre 14 y 21 años, de toda Europa. A modo de inyección en vena de altas dosis de publicidad, reciben estímulo desde la infancia, hecho que les hace normalizar el juego, como un manjar lúdico-festivo de lo más común, que presenta de postre su nada aleatoria ubicación enfrente de los centros de estudios. Toda una propuesta opuesta al ocio saludable, con suculentos “happy hour” de alcohol a la salida de las clases. 

Pero no podemos quedarnos en señalar estos aspectos, es preciso profundizar en algo más preocupante y extensivo en el tiempo,  ya que puede abarcar a las actuales y futuras generaciones y su formalización ha de ir acompañada de acciones preventivas y pedagógicas, no solo como ocio disponible, cercano y atractivo para los jóvenes. Que sea legal no le exime de estar bien regulado, que siempre existiera no le redime en la actuación frente a sus consecuencias. 

Consideramos que los locales de apuestas son para los barrios de clase trabajadora lo que fue la heroína en los años 80. Nos encontramos ante una tragedia social que se puede llevar por delante generaciones enteras. Un fantasma mucho más invisible y complejo de atajar de lo que aquello fue entonces.

Daniel Viondi es diputado por Madrid y portavoz de la Comisión Mixta de Adicciones

Uxía Tizón es diputada por Ourense