Los éxitos de películas como Celda 211, El niño, La isla mínima, No habrá paz para los malvados, entre otras, parece denotar cierto buen estado del thriller o el policiaco, o simplemente el cine de acción, en el último cine español. Estos géneros, como lo fue en su momento el terror y/o la ciencia ficción, ponen de relieve que cineastas de nuevo cuño o algunos con cierta trayectoria han encontrado en ellos una vía para la realización de películas que en teoría pueden competir en taquilla frente a otras producciones internacionales y, además, imprimir en ellas un teórico sello de autor. Por supuesto, estas propuestas han venido alentadas, en los casos más favorecidos, por dinero televisivo y, por extensión, de buenas campañas publicitarias. Algunos de los jóvenes directores, además, han aprovechado el género para dar el salto a Hollywood, como es el caso, por ejemplo, de Guillem Morales, Paco Cabezas, o Jaume Collet-Serra –aunque este caso es diferente a los otros dos-, directores más modestos que otros ‘ilustres’ como J.A. Bayona o Alejandro Amenábar, cuyo salto ha sido más cuantitativo que el de ellos. En cualquier caso, una parte del cine español reciente ha buscado vías más ‘comerciales’ para su obra, eso sí, intentando en todo momento no desprenderse de la tan querida marca de autor, que además de otorgar status como creador lima asperezas ante las siempre denostadas aspiraciones crematísticas-.

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Kike Maíllo debutó en 2011 con EVA, película de ciencia ficción que destacó en su momento por su producción y efectos especiales, pero por poco más, y, después, realizó el mediometraje Tú y yo, extraña cosa al servicio de David Bisbal que convenientemente no se está mencionando a la hora de hablar de Toro, la nueva película del director y una de las apuestas más fuertes del cine español de este año. Con guion de Rafael Cobos (Grupo 7, La isla mínima) y Fernando Navarro (Anacleto: Agente secreto), Maíllo cambia en esta ocasión de género para realizar un thriller o, mejor dicho, un policiaco que en su superficie puede dar la impresión de ser una película original en su construcción visual y, sin embargo, lo que esconde en realidad es una sucesión de referencias cinematográficos que parecen poner en relieve el cine y los directores que tenía en mente Maíllo a la hora de dirigilar pero no así la capacidad del director para convertir esa referencialidad en un discurso visual propio.

Porque Toro tiene el aspecto de los thrillers de los setenta, presente, por otro lado, en el cine actual de manera constante dentro del género, por su sequedad y distancia expositiva así como por la ambigüedad de los personajes. También el cine de los ochenta, aquel de los justicieros vengativos. Por otro lado, Maíllo intenta imprimir a Toro el trabajo de algunos cineastas del noir surcoreano como Bong John-hoo o Kim Jee-woon en el uso de la violencia –mejor dicho, en teoría, cómo usar la violencia más allá de su exposición física-; o Nicolas Winding Refn, director, por otro lado, ya dado a la referencialidad, pero con bastante más personalidad. Maíllo centrifuga todo lo anterior añadiendo el toque ‘local’ del paisaje andaluz –lo del toro de Osborne roza el absurdo, por cierto- en el que se desarrolla la acción y que, aunque la historia se ubique en la actualidad, gracias a la fotografía, posee ecos de los setenta, como si buscara una cierta desubicación o descontextualización de la historia para crear un sentido más ‘universal’ alrededor de la historia.

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Esto se debe a que bajo la superficie de un policiaco sin más, Toro pretende ser una visión crítica, desde la metáfora, menos sutil de lo que pretende, sobre cierta idiosincrasia hispana. Ahí están los dos hermanos interpretados por Mario Casas (Toro) y Luis Tosar (López), con un tercero que pronto desaparece, dos hermanos enfrentados pero unidos a la vez entre sí y contra el mafioso local, Romano (José Sacristán), quien en un momento dado dice la frase de la película: España es un país de malos hermanos. Y malos padres, habría que añadir. Su religiosidad y superstición añaden un tono a la película muy interesante, potenciada por la música procesional de Joe Crepúsculo, aunque en el clímax final, un exceso de énfasis hace que el discurso sea demasiado forzado. Pero, al menos, dota a Toro de algo más de fuerza e interés.

 

Si bien es cierto que Toro funciona medianamente en términos, diríamos, más íntimos –dejando de lado la historia romántica entre Toro (Mario Casas) y Estrella (Ingrid García Jonsson)- también lo es que resulta sorprendentemente –por el nivel de producción- el fiasco que muestra en la planificación de las secuencias de acción y de peleas. La sensación constante es que Toro avanza con un rumbo fijo pero con un trayecto caótico, con un desequilibrio notable en su construcción que conlleva que, finalmente, lleguemos hasta el final de manera demasiado cómoda, sin inquietud, sin que la violencia impacte, no tanto por su escenificación física como por su significado, y es aquí donde Maíllo denota que el cine coreano al que tanto menciona en sus imágenes lo ha asimilado de manera superficial. Al final, una película cuyo interés reside más en lo que intenta que en lo que consigue.