Quizá la mejor definición de St. Vincent sea la de un cuento moderno sobre un viejo hosco, solitario y holgazán que conoce a un niño avispado, despierto y vivaz. Un argumento que no es nuevo, pero con el que Theodore Melfi concibe una sólida comedia salpicada de buenos momentos y que se beneficia sobre todo de la presencia de un Bill Murray con un papel a su medida.

Se suele decir que después del teatro griego los temas se han repetido a lo largo de la historia. Al igual que sucede en el resto de las disciplinas artísticas como la literatura, la pintura o el propio cine. Una evidencia que no admite discusión alguna porque los conflictos, las incógnitas y las preocupaciones existenciales siempre han sido, siguen y seguirán siendo las mismas. La clave, y esta es la segunda evidencia, reside en el tratamiento, en la forma de abordar y presentar una historia. Dicho en otras palabras, en la marca de estilo del director. Y St. Vincent (St. Vincent, 2014), el primer largometraje de Theodore Melfi, quien ya había rodado una película para la televisión, Winding Roads (1999) y varios cortometrajes, no es una excepción.

En cierta manera, la historia de St. Vincent no cuenta nada nuevo que no se haya visto otras veces en el sentido de que narra la relación que se establece entre un individuo huraño y un niño despierto. En este caso entre Vincent (Bill Murray) un sexagenario malhumorado que vive con un gato, misántropo, tacaño, borracho, indolente, con deudas de apuestas y con el banco, y Oliver (Jaeden Lieberher), un niño avispado y perspicaz cuya madre, Maggie (Melissa McCarthy), recién separada, trabaja innumerables horas en un hospital para sacar a su hijo adelante. Es decir, que el espectador ya casi desde el inicio del film se puede imaginar lo que va a suceder a continuación, cuando madre e hijo se mudan a una barriada de Brooklyn donde tendrán como vecino al viejo cascarrabias cuya vida discurre entre su inactividad en su hogar y sus visitas a su bar habitual, a un local de striptease o al hipódromo y quien mantiene una inusual relación con Daka (Naomi Watts) una prostituta embarazada.

Sin embargo, el film de Melfi, y a pesar de sus clichés, es un producto atractivo que cautivará a un amplio sector del público al mostrar con toda naturalidad que un tipo que reúne todas las condiciones más infames para resultar despreciable a cualquiera se convierta en el héroe personal de un niño que se cría sin padre, que tiene que hacer frente a la desconsideración y las agresiones de sus compañeros del colegio católico al que asiste, que por la extenuante jornada laboral de su madre tenga que componérselas el solo aunque, como se irá viendo, después en compañía y con la complicidad de tan desastroso personaje quien además se acaba convirtiendo en una especie de mentor para el menor. Porque en su relación con Vincent, pero sobre todo en la manera en que lo ve, y es ese uno de los juegos irónicos del film, Oliver lo hace influido en cierta manera por las clases de religión del padre Geraghty (Chris O’Dowd) quien en una de ellas les habla sobre los santos, esos hombres y mujeres que se caracterizan “por su compromiso y dedicación a los demás seres humanos, por los sacrificios que hacen, por su ardua labor en hacer del mundo un lugar mejor para los que nos rodean”.

Pero más allá de estas consideraciones, St. Vincent viene a ser el retrato de una serie de personajes que representan justo lo contrario del tan publicitado sueño americano y que aquí, aunque tampoco es el objetivo del cineasta, son un reflejo de la auténtica realidad de aquel país. La del inadaptado que sobrevive de mala manera pese a unos servicios prestados a la nación en su pasado, la de una madre soltera que para mantener a su hijo tiene que soportar un horario agotador, la del menor que crece bajo un ambiente lleno de dificultades o la de la prostituta quien en el fondo busca un poco de afecto, aunque sea en un ser tan adusto como Vincent.

Melfi concibe con eficacia una puesta en escena salpicada de pequeños detalles, a veces en forma de irónica crítica social como el hecho de que Vincent recorra, en un día que no hay clientes, el pasillo en zigzag delimitado por los postes de cintas extensibles hasta llegar a la ventanilla del banco. Y en otras recurriendo al gag clásico, alguno digno del mejor cine cómico mudo como esa hilarante secuencia en la que el protagonista, al picar los cubitos de hielo, se da un martillazo en la mano. Entre saltos y gritos de dolor, pisa uno de los cubitos caídos en el suelo con el consiguiente patinazo que le lleva a darse con la cabeza en la puerta de un armario de la cocina para caer después al suelo y despertar al día siguiente, tendido en el mismo sitio, con una brecha en la frente.

Sin embargo, aunque St. Vincent es una película equilibrada y Melfi se esfuerza por dosificar los toques almibarados, hay momentos que no lo consigue, como en una de sus secuencias cumbres, hacia el final, en la que se deja llevar por esa tendencia muy americana de subrayar las emociones con cierta grandilocuencia y sin que importe rozar el ridículo o incluso la cursilería. Pero la gran baza del film es la presencia de Bill Murray cuyo personaje parece hecho a su medida haciendo una excelente composición llena de matices y tics y a quien secundan el niño Jaeden Lieberher, cuya interpretación se aleja del empalago característico de este tipo de roles, y las siempre solventes Melissa McCarthy y Naomi Watts. Todo ello aderezado con el aliciente de una atractiva banda sonora en la que suenan temas clásicos como Somebody to love de Jefferson Airplane o Shelter from the storm de Bob Dylan que acompaña la secuencia final, con Murray en estado puro, solo con su hamaca, con su walkman, fumando un cigarrillo con una manguera en la mano y cuya letra, en cierto modo, es una soterrada alegoría sobre el personaje: «Fue en otra vida, una de esfuerzo y sangre / cuando la oscuridad era una virtud y el camino estaba lleno de barro / llegué desde el desierto, una criatura vacía de forma /  “Entra”, dijo ella, “te daré refugio de la tormenta”…».