Ahora bien, a aquellos que codician desordenadamente la ciencia y la sabiduría, yo le diría que los conocimientos conducen al engaño y que con los talentos aumentan los deseos y los sufrimientos del hombre (….) Todo es ilusorio. No vale la pena ni discutir ni desear nada. Yoshida Kenko (1283-1350) fue, durante un tiempo, una figura notoria e influyente en el ejercicio de la política. Pero un día se produjo un quiebro radical en su vida. Reemplazó el palacio imperial por una cabaña en los bosques. Lo que representa Todo por esa nada que más bien es ser una parte más de un todo. Sea lo que fuera, modificó la habitación de su realidad, como quien desmonta el escenario de su vida, y configura uno nuevo. Como si hubiera discernido lo esencial: El hombre es feliz si no pasa hambre ni frio, tiene un techo que lo proteja del viento y de la lluvia y ve correr los días de su vida en paz y tranquilidad. Si se añaden las pertinentes medicinas para la curación de enfermedades ya no se pasa necesidad alguna. Son superfluas esas necesidades que son más bien derivaciones de las inflamaciones del ego, la fama, o cualquier forma de codicia, porque cualquiera pone al yo en posición nuclear del escenario. Quizá por eso se inicia la serie de reflexiones y observaciones que constituyen Pensamientos al vuelo (Errata naturae), en concreto, un total de 243, con una observación que se enmascara en el propio descrédito, como quien difumina su propia relevancia: En medio del ocio, en este océano de paz, paso los días inclinado sobre el tintero, tratando de recoger en el papel las descabelladas ocurrencias que cruzan mi mente. Yo mismo me he quedado sorprendido de tantos desatinos. Se escurre entre sus pensamientos, como si no quisiera visibilizar el centro de gravedad, o se lo otorgara a unas palabras que, ante todo, cuestionan cualquier presunción. Por eso, remarca también el aprecio a cualquier forma de vida; no es el ser humano el palacio y las demás especies meras cabañas, todos sufrimos enjaulamientos: ¿Cómo podrá mantenerlos en esta situación una persona que posea sentimientos humanos, cómo no ponerse en el lugar de los animales y experimentar su sufrimiento?. Y también resalta el desatino fundamental que implica ya no causar daño sino incluso cualquier molestia a los otros, porque estos no son figuras en función nuestra: Yen Hui solía decir que el principio por el que se regía su vida era el de no causar a nadie ninguna molestia. El Yo es una ilusión que puede tornarse en tiranía. No somos centro del universo. No se calibra la experiencia de la vida por lo que esa abstracción llamada vida, con sus imprevistos que podemos calificar como infortunios, nos hace, o lo que los otros nos infligen, por activa o pasiva, ya sea por simplemente abandonarnos. Quizá ese centro de gravedad que difumina fuera la pérdida de alguien amado. Quizá. Quizá su desaparición convirtió en un espacio hueco, desprovisto, su existencia, o más bien a ese escenario de presunción que representaba el palacio.

Al ponerme a pensar en el tiempo que pasé amando a alguien que desapareció como las flores del cerezo que caen y se dispersan aún antes de que sople el viento de la tempestad, reviven en mi memoria, silaba por silaba, todas sus palabras, que no puedo olvidar. Y al comprender que, como pasa en estos casos, ella se va alejando cada vez más de mi mundo, me traspasa un dolor más terrible aún que el que nos ocasiona la muerte. Ya en tiempos antiguos hubo quien sufría porque un hilo blanco se podía teñir de muchos colores y porque los caminos tenían encrucijadas que los separaban.

Ese cambio, quizá se generó, y sedimentó, en él la consciencia de que no somos compartimentos estancos, como figuras que encajan en una casilla que se cree asignada, o la primera que se encuentra que suministra ilusión o sensación de estabilidad, sino que somos muda y transformación. Nuestra mirada no se adapta o encaja en una realidad predeterminada, sino que nuestra mirada se transforma porque nunca deja de ser interrogante. Tal vez sea verdad que la forma y la figura nos vienen dadas y no las podemos cambiar, pero ¿tampoco podremos conseguir la iluminación progresiva de nuestra mente?

 

Esa consciencia de que el ser humano se estanca prontamente, en un escenario cuadriculado, en su propia autocomplacencia, en la trivial rutina, se manifiesta, en diversos fragmentos, en la consideración del desperdicio de la existencia. Cómo la vida se puede hipotecar en unos propósitos que nunca se materializan, en planes que pensamos realizar algún día porque pensamos que la vida no termina, o que nuestro cuerpo no se deteriora, y nos atrofiamos con la apatía o vanos quehaceres, meros trámites en la confortable burbuja de las rutinas establecidas. Pasamos la mayor parte del tiempo comiendo, bebiendo, haciendo nuestras necesidades fisiológicas, hablando y caminando. En eso se nos va la mayor parte de la vida. El tiempo que todo esto nos deja libre es bastante poco, y sólo los mentecatos dejarían pasar esos breves instantes, días o meses, haciendo cosas inútiles, hablando de cosas vanas y pensando en otras superfluas; viviendo en definitiva una vida estéril. Por eso, considera la juventud la edad en la que nos destruimos, por esa inconsciencia, por la ofuscación en la volubilidad, dominados por energías que nos superan. Su energía y sentimientos son tan irresistibles que los llevan a oponerse a todo. Después, sienten vergüenza y envidia a los demás. Pasan los días viviendo a merced del vendaval de sus volubles sentimientos. En ocasiones, recurre a la ironía a través de la observación que puede parecer trivial: Uno no debe llevarse a la nariz los cuernos tiernos de un venado para olerlos, porque tienen unos insectos diminutos que penetran por la nariz y consumen el cerebro. Para comprender su implicación, resulta importante la esclarecedora nota: Los cuernos tiernos del gamo solían emplearse como fármacos excitantes.

De ahí que insista, entre las múltiples observaciones, en la toma de consciencia de la fugacidad del tiempo. En la condición efímera de la existencia. En cómo hay que aprovechar cada momento presente, y no emplazar nada a un difuso futuro. La realidad que dabas por cierta e inmutable puede desmoronarse en cualquier instante, cuando menos lo esperes: Aquí y allá se ven basamentos de piedra que sobresalen del terreno, pero nadie sabe con certeza a qué edificio pertenecían. Así, pues, en este mundo es difícil hacer planes para un futuro que no va a conocer. Como también puede desvanecerse la misma presencia de quien amabas. Y al detener la vista en ciertos objetos usados por esas personas que ya no existen y ver que estos siguen existiendo, impasibles, siento muchas tristeza. Por esa liberación del aprecio de lo superfluo, y el discernimiento de la vivencia fundamental que implica la contemplación, la desolación que puede suscitar la consciencia de la finitud y la pérdida puede iluminarse con el disfrute de la belleza de lo efímero, del esplendor de lo vivo, de lo que es presente, porque lo que es presente puede implicar futuro o no, porque no se sabe cuándo el presente dejará de ser. Por eso, lo fundamental es degustar cada instante como si fuera el primero y el último, y nunca vivir con el equipaje de los propósitos sino con la desnudez del acto de realización

Si nunca desaparecieran las gotas de rocío en Adashino, si se mantuviera inmóvil el humo de la colina de Toribe y viviésemos eternamente, sin cambio ni transformación, ¿nos conmovería el frágil y delicado encanto de las cosas? Las cosas son bellas precisamente porque son quebradizas y pasajeras. La efímera no llega a ver la noche del día en que nació ¿Y no muere la cigarra del estío sin conocer la primavera ni el otoño?.