En los últimos meses se han estrenado dos remakes que ocasionaron no pocos comentarios sobre la necesidad o falta de ella de llevar a cabo una práctica que, recordemos, se remonta ya a época del cine mudo. Por un lado, Cazafantasmas evidenció hasta qué punto la nostalgia de gran parte de la crítica y de los aficionados condicionan la mirada crítica, atacando la nueva versión, entre otros motivos, como casi una violación del pasado personal. Por otro lado, Ben-Hur, nos descubrió, para asombro de muchos, que la versión de William Wyler, de repente, era una obra maestra, cuando hasta hace bien poco era recordada como una simple muestra del espectáculo hollywoodiense. En este caso, fue cierta cinefilia la que sacó los cuchillos por encontrar esta nueva versión como otra suerte de profanación y olvidando por completo la naturaleza de la producción de Wyler, que tenía mucho que ver con la nueva versión, por cierto.

Algo parecido puede suceder con Los siete magníficos, remake de la película de Sturges que, a su vez, era un remake de Los siete samuráis, por lo que si la nueva se percibe como una transgresión, no está de más recordar que aquella también lo era. También estaría bien detenerse a pensar que Los siete magníficos de 1958 fue en su momento percibida como lo que era, un espectáculo lleno de estrellas que si ha permanecido en el imaginario cinéfilo colectivo, al igual que el Ben-Hur de Wyler, no se debe tanto a sus cualidades cinematográficos sino a elementos más bien mitómanos, en el caso de una las carreras de cuadrigas y sus premios, en el de Sturges a los actores y, sobre todo, a su música. Cabría preguntarse, a su vez, cuánta gente se acordaba de la película de Reitman hasta que se supo que Feig realizaría un remake con cuatro protagonistas femeninas. Y no digamos de las de Wyler y Sturges.

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La cuestión es que el remake, per se, ni es malo ni es bueno, ni menos aún se debe tomar como un ataque, casi personal, insistimos, a una memoria cinéfila cada vez, sentimos la crudeza, más reaccionaria incluso cuando pretende ser lo contrario. El remake siempre ha evidenciado varias cuestiones. Una, sacar partido a un material previo con cierto éxito en busca de mayores réditos de taquilla. Otra, que la excesiva producción de películas en términos cuantitativos conlleva la falta de ideas, de ahí recurrir al pasado en busca de actualizar ideas pasadas que permitan una rápida conexión o reconocimiento del público con el material presentado que ayude a la idea anterior. Por ejemplo, Cazafantasmas opera en gran medida de esa manera, buscando ese público nostálgico de los ochenta –que por edad es más o menos en el que actualmente parece tener la palabra, de ahí la nostalgia por los ochenta cada vez más presente-, aunque en gran medida la jugada se le diera la vuelta. En cualquier caso, a la hora de enfrentarse a una nueva versión, surge un elemento muy interesante, la posibilidad de poder ver cómo un mismo material es tratado, tanto argumental como visualmente, en una época diferente. Qué aporta el remake a su momento, qué relación tienen sus imágenes con su presente y, por supuesto, si se quiere, qué aporta en relación con el material previo.

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Los problemas que presenta Los siete magníficos, versión 2016, no se nacen de la comparación con la de Sturges, una obra entretenida pero poco más, si no en su naturaleza de indefinición y a una realización por parte de Antoine Fuqua verdaderamente decepcionante, por rutinaria y convencional. El juego de reminiscencia y memoria con respecto al original juega un papel importante en cuanto a su construcción, que transita por derroteros similares; sin embargo, se percibe en algunas ideas de guion, firmado por John Lee Hancock y Nic Pizzolato, donde encontramos lo mejor de Los siete magníficos, un intento de introducir una mirada diferente. Pero entre ambos parámetros, la película se pierde. Primero asistimos a la presentación del conflicto, después a la reunión del grupo de los ‘magníficos’, y, finalmente, a la eclosión de acción. Construida en su estructura externa de manera bien definida, sin embargo, fracasa en su desarrollo interno. Con unos actores interpretando a sus personajes a través de la imagen que el espectador puede tener de ellos –hablamos sobre todo de Denzel Wahsington, Ethan Hawke y Chris Patt-, la búsqueda de dotarlos con una cierta profundidad introspectiva apenas acaba estando conseguida. Tanto lo que representa el arquetipo como el actor, acaba imponiéndose sobre el personaje, y apenas queda espacio para algo más que lo previsible. Esto conlleva que el largo tramo intermedio de la película sea aburrido, sin apenas ritmo, sin demasiado que contar. Se agradece cuando la acción se adueña de la película, aunque para entonces el interés por los personajes y la historia ha desaparecido. Fuqua muestra entonces sus mejores momentos, pero no es lo suficiente como para levantar una producción que avanza casi sobre la nada.

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Queda, como decíamos, buenas ideas de guion, sobre todo en esa mirada hacia el capitalismo y a la muerte, en este caso, de un Dios que representa algo que va más allá de su significado religioso. Podríamos hablar de una idea de humanismo representada por unos hombres algo deleznables que se sacrifican por los demás. Una estupenda idea, por supuesto, que al final se intenta enfatizar, pero la falta de interés de los personajes ocasiona que el discurso acabe siendo tan plano como efectivo. Es imposible no empatizar con la idea de un grupo de hombres dispuestos a sacrificarse por el bien de los demás, de luchar contra la injusticia. Tampoco se puede obviar la naturaleza de los supervivientes de los ‘siete magníficos’ al final de la película, algo que no debemos desvelar, pero en ellos se encuentra algunos elementos muy interesantes del discurso de la película y que ha llevado a más de un crítico norteamericano a ver no pocas relaciones con su país en la actualidad. A tenor de lo anterior, Los siete magníficos tendría como remake una cierta razón: a partir de un material anterior buscaría un discurso relacionado con la actualidad. Sin embargo, pensamos que quizá sea más operativo pensar en su discurso de manera más amplia, general, como una abstracción sobre la bondad y el humanismo de lucha para ayudar a los demás. Pero una idea así, tan fácil de aceptar en la actualidad, no es suficiente cuando, a su alrededor, apenas hay algo más.