Jim Harrison no ha tenido demasiado suerte con las adaptaciones cinematográficas de sus novelas. Desde luego no con dos de las tres novelas breves que conforman Leyenda de otoño (Errata naturae), publicada en 1979. Con respecto a Revenge (1990), de Tony Scott incluso dijo: Ellos prácticamente se cargaron la novela. Me sentí borrado del mapa y lloré. Literalmente lo hice, y no se me conoce por ser alguien proclive al lloriqueo. Y eso que, durante años, Harrison había participado en el guión, pero no pueden diferir más dos enfoques o tratamientos estilísticos. Once años tardó en materializarse en película. John Huston lo intentó primero con Jack Nicholson pero la Warner no aceptó a Huston, como tampoco permitió que David Lean rodara Leyendas de otoño (en ambos casos, probablemente, por edad), y años después, cuando Huston volvió a involucrarse, no congenió con Costner, a quien no veía idóneo para el papel; entremedias, Walter Hill también escribió su versión, pero desistió porque Jeff Bridges no quiso interpretar al protagonista. Incluso, Costner pensó en debutar como director, pero le aconsejaron que no lo hiciera con una películas de estas características. Tampoco quedó satisfecho con el resultado, y realizó un remontaje que conserva como propiedad personal. Como con respecto a la adaptación de su novela Leyendas de otoño, aquí retitulada Leyendas de pasión (1992), de Edward Zwick, no es una cuestión de fidelidad, porque Revenge se ajusta bastante al desarrollo argumental de la novela, y Leyendas de pasión, en cambio, sí realiza algunas variaciones sustanciales, sino de opciones de lenguaje, de recursos expresivos. Tanto la película de Scott como la de Zwick son películas fotogénicas. En Revenge los actores parecen que estén posando para algún anuncio publicitario, de gafas de sol o distintos tipos de prendas, al son de una canción que sólo ellos escuchan. Y en Leyendas de pasión todo parece bañado por una luz resplandeciente como si habitaran un anuncio de algún desodorante o champú. Quienes disfrutarán tan poco como yo con ambas película no se encontrarán con lo mismo en las magníficas novelas en las que se inspiraron. Y no hay porque sacar a colación ese impreciso lugar común de que las novelas siempre son superiores a las adaptaciones cinematográficas. Aparte de que son dos lenguajes diferentes, hay adaptaciones cinematográficas no sólo equiparables en calidad, sino incluso superiores.

La película de Scott comenzaba con un montaje alterno que combinaba tiempos y circunstancias. En una el protagonista, Cochran (Costner), se arrastra medio desnudo, apalizado y magullado, casi como si su cuerpo fuera una pulpa sanguinolenta, y en la otra, tiempo atrás, vuela como piloto de un avión de combate durante unas pruebas. El contraste es obvio. Puedes sentir que surcas las alturas más sublimes, como puede ser una historia de amor, y de improviso sumirte en los abismos de la desesperación y la impotencia. En la novela Venganza no hay tal contraste, se inicia, desde otra perspectiva, primero de un ave, y después de los que descubren, y atienden, ese cuerpo abandonado entre matorrales, un cuerpo desnudo (en la película porta unos vaqueros, el pudor que colinda con la forma correcta). Un cuerpo sin identidad, que no es nada, como un deshecho abandonado. Se efectuará el salto al pasado, o se desenreda el hilo de por qué ha acabado en esa circunstancia, que casi es de borrado, como si hubiera sido extirpado de la vida. Se relatará cómo se gesta esa historia de amor que surge entre Cochran y Mireya hasta que es truncada por la intervención del marido de ella, Tibbey, pero con ese prólogo queda sedimentada esa sensación de reinicio, como un cuerpo que se reconstituye de nuevo, como su propia propia vida. Un cuerpo herido, al que mutilan, y renace, para recuperar el miembro amputado, la mujer amada de la que le han separado violentamente.

 

El cambio fue como soñar que uno se encuentra en otro planeta, vagamente similar al nuestro, para despertarse en un estado de vértigo y descubrir que uno sigue en este. Era extraño, como un permanente estado de deja vu en el que lo que creía su propia realidad se iba alejando más y más, se empequeñecía hasta no quedar de esa realidad más que imágenes ocasionales que de vez en cuando afloraban a su memoria: su hija, la carretera delante de una granja de Indiana, su perra de caza. Durante el mes pasado en la habitación había exhumado y agotado por sistema sus recuerdos, de manera que, cuando al fin pudo dejar el cuarto, era como si el mundo nada tuviese que ver con el que había dejado atrás.

 

En la adaptación cinematográfica pierde matices uno de los tres vértices del triángulo protagonista, porque este un relato a tres bandas, tres perspectivas. No sólo Cochran vive un reajuste o una transformación, también Tibey. La brutalidad que Tibey ha ejercido contra ambos, quien era su amigo, pero sobre todo a quien amaba, su esposa, determina una reconsideración de su actitud vital, y por extensión de su modo de vida, ya que era el jefe de una red criminal y los escrúpulos no entraban en la ecuación de su vida. Ahora reenfoca de otro modo la muerte y el ejercicio del daño. Como toma consciencia de que la furia desbocada que dañó a quienes apreciaba y quería se debía al ciego resentimiento por haberle sido extraída una ilusión que sentía perdida desde hacía décadas, cubierta entre las máscaras y corazas de su vida criminal, y que había recuperado con Mireya, exponiéndose vulnerable por ella.

 

Tibey, taimado como era, tenía una vena idealista, y en su juventud había soñado con encabezar alguna absurda revolución. Vivía como una víctima, aunque próspera, de aquellos sueños forjados cuando contaba diecinueve años, edad en la que todos alcanzamos el cenit del desatino idealista. Diecinueve años es la edad del perfecto soldado de a pie, que muere sin decir palabra, con el corazón henchido de patriotismo. Diecinueve años es la edad en que el poeta en ciernes, en su cuartucho de alquiler, se remonta a lo más alto y sufre gozoso los asaltos del dios que cree llevar en su interior. Diecinueve años es la última edad en que la mujer se casará por amor puro. Y así sucesivamente. Los sueños son los cazadores del alma, y cuarenta años después Tibey se sentía acorralado (...) Mireya era la única vía de escape que poseía para olvidarse de lo que él era en la tierra. Le había hecho volver a los diecinueve años. Ahora, tanto en sus pesadillas como despierto, sentía en su mano la navaja que atravesó sus labios y chocó contra sus dientes.

 

Si la película carece de hilo emocional, enfangada en sus poses fotogénicas de hombres con gafas oscuras, tules y cortinas de luz, la narración de Venganza progresa con una vibrante intensidad que no pierde pulso, manteniendo el equilibrio entre los trayectos de los tres protagonistas, cautivos de sus emociones, unos por no ser suficientemente cautelosos al dejarse arrebatar por lo que sienten, y el otro por priorizar esa soberbia de quien no sabe encajar desde las alturas de su compulsión de control que la vida, que la voluntad de los otros, sobre todo de quien se ama, quizá no responda con la réplica que demanda. Las ideas flotan, pero son los cuerpos los que se arrastran, por el dolor que pueden padecer.

 

La luna iluminaba con un pálido resplandor el muro trasero donde sin lugar a dudas, los prisioneros habían sido alineados y fusilados por razones demasiado simples para que mereciera la pena recordarlas. Pensó en Tibey, que permanecía allí arriba, en las lejanas montañas, en la dirección de la luna, y luego se preguntó si Mireya podría verla. Lo cierto era que los tres estaban mirando la luna en sus agonías separadas, todos ellos envidiosos de aquel cuerpo que, en su aérea distancia, podía flotar tan lejano, por encima de las aflicciones terrenales.

 

La narración de Leyendas de otoño es más contenida, toma más distancia, como si perfilara las piezas de un rompecabezas, porque, aunque se centre, en particular, en el personaje de Tristan, siempre solo, apartado, huraño, es un relato que abarca un conjunto de personajes, en las Montañas rocosas, como un pedazo de vida que se inicia y tiene su conclusión, y deja espacio para el relevo. Harrison, como en las otros dos novelas, demuestra, una vez más, su capacidad para para condensar largos periodos de tiempo. La vida se escurre, como un soplo. Un día bregas con tu desesperación, y otro ya exhalas tu último suspiro mientras despiezas una presa. Y quizá sea esa una cuestión fundamental. Esa sensación, cuando concluye tu existencia, de que no has acabado de despiezar la vida del todo. No sabes cuándo te va a sorprender la muerte, como tampoco cómo la vida te va a sorprender con sus giros imprevistos, como la bala que rebota en la piedra y mata a la mujer que amas.

 

En la novela, a diferencia de la película, no hay tres hermanos enamorados de la misma mujer, Susanah, y esta dispone de otra relevancia, y otro recorrido dramático, que tiene que ver más con las astillas de la intemperie emocional. Tampoco un padre que no estimule el deseo de algunos de sus hijos por participar en la guerra porque su experiencia de la misma fue más bien la participar en la locura, y no quiere que sus hijos sean arrebatados por ninguna locura, como así será en cada uno de los tres casos. En la novela, más bien les inspira, como también la figura del abuelo (ausente en la película) con sus aventuras marinas. Tampoco hay personajes, con la connivencia de la ley, que amenacen a la familia, lo que deparará un enfrentamiento violento final. Tampoco hay un narrador que puntúa el relato de los hechos, ni un oso que además sirva de reflejo simbólico del oso interior con el que batallará durante largos años Tristan. En cambio, se dedica más atención a su huida, cuando se enrola en un barco, y durante siete años batalla en su interior para encajar la muerte de su hermano menor en combate. Siete años que no suministrarán respuestas esclaceredoras ni consoladoras con respecto a un horror sin sentido pero calmarán el grito de agonía que se abrasaba en su impotencia.

 

Tristan soñó una vez que divisaba una goleta que, semejante a un caballo de mar, hacía cabriolas sobre la espuma de las crestas y se lanzaba de lleno contra el oleaje. Y estaba también el tácito, inconcebible sentimiento de que el tiempo y la distancia podrían revelarle por qué había muerto Samuel. (...)De forma extraña, al igual que muchos hombres forzados a la aventura, pero que no sienten por ella mayor interés, sólo un desasosiego de cuerpo y de espíritu, Tristan no encontraba nada particularmente digno de ser relatado en sus pasados siete años.

 

La vida parece conformarse por ciclos. Durante otros siete años Tristan vive una circunstancia de armonía y felicidad, hasta que un imprevisto siega la vida de la mujer que ama. Otro absurdo, también relacionado con la violencia, que extrae de su vida a alguien que ama. Se sufren esos tajos que conmocionan tu tuétano, y trastornan tu vida de modo drástico, como si fuera otra tras esa extracción, pero aún así, la vida transcurre, o discurre, como un oleaje que parece diluirse escurridizo, sin lograr precisar cuál es el viento que determina los avatares. Por qué no se materializa lo que deseabas, por qué se interrumpe lo que sentías que te realizaba. Las emociones se encrespan, y los años se fugan en tropel, y cuando parece que el tiempo se afina como residencia, como una luz en la que te enfocas sereno, un abrupto tajo la secciona, y ya es otra tu vida. Otro reinicio, como otro cuerpo abandonado en la intemperie.

 

Dos muertes de seres queridos en catorce años no son nada fuera de lo común, excepto para el doliente, que ha perdido todo sentido de lo frecuente y lo no frecuente y se sumerge en los pensamientos de las cosas que se fueron y de lo que no pudo ser.

 

Si ambas novelas son excelentes, aún más lo es El hombre que renunció a su nombre. Es el relato de otro reinicio. Una frase lo condensa: ¿Por qué buscar el conocimiento de lo que me es extraño, cuando ignoro lo que me es familiar?. Esta es una obra que se ajusta a ese molde narrativo que se centra en una figura, en principio integrada en un modo de vida, que reconsidera ese escenario, se interroga sobre el mismo y sobre sí mismo, pierde paso y tropieza mientras intenta reconducir o buscar una dirección en la que sienta que se ajusta, si es que es posible, como quien ya fuera un campo de pruebas, un semillero de posibilidades, en vez de un cuerpo aplicado a un molde que ya sentía como arbitrario. Por eso, la narración juega de modo más explícito con la ironía, exponiendo la condición de ficción acorde a quien siente ya su vida moldeada como un relato, pero que no era la narrativa de vida que él había urdido sino a la que se había ajustado de modo inercial, como quien se acopla a una guía telefónica de vida.

 

Llegamos así al punto por el que empezamos, y podemos hablar por un momento en presente, lo que constituye una maravillosa ilusión para los adictos a la idea del ayer, del ahora, del mañana. Todas las noches, después de una larga caminata y de una cena ligera Nordstrom baila solo. Debe tener un aspecto un poco absurdo este hombre de cuarenta y tres años que es padre y ha sido esposo, licenciado con honores por la Universidad de Wisconsin, promoción de 1958, y que a los treinta y cinco ya era vicepresidente financiero de la Standard Oil de california, como si claves tan simples como estas pudieran resultar eficaces en nuestro atento seguimiento de este mamífero. Todas estas costumbres han sido, además, abandonadas. Nordstrom significa <<tormenta del norte>>, pero eso no nos ilustra más que si dijéramos <<cuervo>>. Se puede aprender muy poco de una guía telefónica.

 

En principio, como en las otras dos novelas, la relevancia de lo imprevisto, la consciencia de la vida como una sucesión de azares que pueden determinar que el curso de tu vida sea uno u otro. No sabes nunca cuál puede ser esa combinación de factores que determine cómo se constituirá el curso de tu vida, o que propicie esa serie de decisiones que luego considerarás como tus elecciones. La vida como posibles direcciones que no tomaste porque no fue otra la combinación.

 

Años después Nodstrom meditaba sobre el grado en que incide lo accidental sobre los afectos de los hombres, tal como hace todo ser humano que se precie de inteligente. ¿Y si no hubiese llovido aquel viernes? A título de experimento adelantó esa inquietante hipótesis: había acabado casándose con Laura porque se puso a llover la tarde de un viernes del mes de mayo en Madison, Wisconsin.

 

Tomas esa dirección, porque parece que es la que deseabas tomar, que era esa la dirección, o así lo sentías en ese momento, y años después varía la circunstancia, y ya tu vida la miras como un extraño que contempla a otros sobre un escenario, y te preguntas por qué actúan como actúan, y te sorprendes cuando adviertes que tú eres uno de ellos, y te preguntas por qué sientes lo que sientes, y por qué lo que antes parecía el centro de tu universo, como lo que aquella mujer te suscitaba, ahora en cambio te hace preguntarte si realmente no has desperdiciado tu vida, si has dejado abandonado en el arcén los sueños a los que aspirabas.

 

Pero se sentía completamente solo, y esta soledad se abrió camino en su alma como un hilo de pánico que permanecería en él durante años. Pensó: <<¿Y si todo lo que he hecho en mi vida hubiera sido un completo error?<<. Pasó el resto de la noche sentado en su estudio pensando en todo aquello. Al amanecer había decidido que quería escapar hacia el mundo en vez de escaparse del mundo; no había nada especialmente repelente o indeseable en su vida, sólo una cierta falta de volumen e intensidad; temía acabar su existencia sin haberla vivido más que en sueños, como, digamos, un modesto arroyo que fluye en calma por un prado y va vertiéndose adormecido en un gran río que fluye detrás de la arboleda.

 

Nordstrom baila, pero ya no sabe cuál es la coreografía. No sabe cuál es su norte. Si es que lo hay. Siente que se derraman las interrogantes, y no hay manera de perfilar unos nexos que hagan sentir que la película tiene una continuidad y un desarrollo. El guión se deshilacha, pierde definición. El alrededor es difuso, como así siente a los demás, e incluso a sí mismo. Las preguntas le empantanan, mientras sigue moviéndose con un baile que es contorsión, como si ya fuera una figura variable, una sucesión constante de modificaciones y cambios, ya no es el mismo, como tampoco lo es su escenario de vida, o aquel que aspiraba a construir y definir. Ya es ante todo interrogante.

 

¿A quién conocía?¿Qué sabía?, ¿a quién amaba? (…) Nada se parecía a nada, ni siquiera él mismo, todo cambiaba sin cesar. Sabía que no le era posible percibir ese cambio, porque él estaba cambiando también, con todo lo demás. No había ni un solo punto inmóvil. Por un instante, flotó por encima de sí mismo, y sonrío ante la vista de aquel hombre, de traje impecable y bien cortado, que estaba sentado sobre un tocón en un soleado calvero. Se levantó y zarandeó el tronco de un álamo joven, que se balanceó de un lado a otro siguiendo una armonía que él no pudo entender. Miró alrededor del claro, percatándose de que se había perdido; pero no le importó, porque sabía que nunca había sido encontrado.