Madrid vuelve a convertirse en escaparate. La contratación de Gloria Estefan para la Semana de la Hispanidad —por un importe que ronda el medio millón de euros— llega con focos, alfombra roja… y una letra pequeña que merece ser leída con calma. Lo que aparece en esas páginas no habla solo de un concierto; dibuja con trazo grueso el rumbo cultural del Gobierno de Isabel Díaz Ayuso: una cultura espectáculo, intensamente publicitaria, donde el dinero público sostiene el riesgo y el rédito reputacional se reparte generosamente entre marcas privadas.
El contrato, firmado por la Dirección General de Cultura e Industrias Creativas, enumera “Obligaciones relativas a la realización del espectáculo” que ya adelantan el tono: prueba de sonido a la hora indicada por la Administración y duración mínima de tres horas para el concierto. Hasta aquí, podríamos estar ante un pliego exigente pero razonable. Sin embargo, enseguida aparecen otras condiciones que invitan a hacerse preguntas.
“La banda o artista no podrá actuar en la ciudad de Madrid durante el mes previo a su actuación en la Semana de la Hispanidad”. Este tipo de exclusividad geográfica es frecuente en festivales, pero encierra dos efectos colaterales: restringe la oferta cultural en la capital durante 30 días y refuerza el monopolio de un evento público sufragado con dinero de todos, al impedir que otros promotores privados programen a la misma estrella en fechas cercanas.
La tercera obligación aterriza de lleno en el terreno del márketing. El documento exige explícitamente acciones en redes sociales para anunciar el concierto: “Publicación de dos Stories orgánicos en Instagram y en TikTok (si dispone de estos medios) siguiendo indicaciones de la DG de Cultura e Industrias Creativas.” La literalidad es reveladora. No se trata solo de pedir difusión, sino de pautar el formato (Stories), el carácter (orgánico, no patrocinado) y la supervisión del mensaje por parte de la Administración. La vieja cartelería institucional convive así con la nueva publicidad influencer… firmada por un contrato público.
Y aquí llegamos al cuarto pilar del pliego: la colonización publicitaria del evento por parte de grandes marcas. Bajo el epígrafe de “Patrocinadores de la gira de la artista”, el contrato cita a empresas como Air Europa, Banco Santander, VP Hoteles, Univisión, Amazon o BCD Travel y deja constancia de que “la imagen de estas empresas está asociada a la presentación de la artista” en Madrid. No se especifica cuánto aportan, ni en qué términos, ni qué retorno tangible obtiene el erario por amplificar esas marcas con recursos públicos. La asociación es automática y la visibilidad, garantizada.
El quinto elemento de la letra pequeña remata el cuadro: la cláusula climática. Si el concierto se cancela por causas meteorológicas, la artista “cobrará el 100% del valor indicado en el contrato.” No hay rebaja por lluvia. No hay escalado del pago según el momento de la cancelación, como es habitual para compartir riesgo entre contratante y contratado. Tampoco se prevé reprogramación obligatoria. El mensaje es nítido: el sector privado actúa sin riesgo; el riesgo se socializa. En otros pliegos públicos, cuando existe fuerza mayor, se pactan porcentajes (50%, 75%) o se ofrece una fecha alternativa. Aquí, el paraguas jurídico cubre solo al lado fuerte del acuerdo. ¿Y quién paga si truena? La ciudadanía madrileña.
El conjunto revela una filosofía de gobierno: brillo arriba, opacidad abajo. Se presume de gran nombre internacional y de festival patriótico, pero el detalle contractual enseña otra cosa: una Administración al servicio del espectáculo como escaparate de marca, sin salvaguardas suficientes para el interés general. La exclusividad de un mes lamina la diversidad cultural; las obligaciones de stories tutelados colonizan las redes privadas con mensajes institucionales; el despliegue de logos y enlaces -hasta en la web oficial- difuminan la frontera entre lo público y lo corporativo; y la cláusula de lluvia garantiza que, ocurra lo que ocurra, medio millón sale igualmente de las arcas.
A estas alturas, el Gobierno de Ayuso ha hecho de la cultura–espectáculo un eje de su relato, y la Semana de la Hispanidad su escaparate preferido. Pero la cultura pública no puede convertirse en una plataforma de marketing corporativo en la que, además, el contribuyente asume todos los riesgos. El contrato de Gloria Estefan lo deja claro: hasta los stories en Instagram aparecen por escrito. Falta, en cambio, un compromiso explicitado con la igualdad de acceso, con la diversificación de la oferta o con la reducción de huella climática de eventos masivos. Y sí, resulta especialmente irónico que, en plena emergencia climática, la cláusula que mejor sellado tiene sea la que garantiza el cobro íntegro aunque la lluvia obligue a cancelar.
Cuando llegue la noche del concierto, habrá euforia. Quizá también merchandising, cabalgata y streaming. Lo que no habrá es un debate público serio si seguimos naturalizando que el dinero de todos sustente operaciones donde el beneficio intangible -el brillo de la marca- cae del lado privado y las contingencias caen del lado público. La cultura puede y debe ser una fiesta, pero también un contrato con la ciudadanía. Y ese contrato se honra con transparencia, con corresponsabilidad y con respeto al ecosistema que mantiene viva la creación. La letra pequeña del medio millón de Ayuso cuenta otra historia. Y no es precisamente la que aparece en los stories.
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