El tiempo pasa, y los sueños no se realizan. Te miras en el espejo, y sólo se reflejan las cicatrices de las frustraciones y decepciones. Sientes que ya has perdido la voz, como si nadie te escuchara, pero te colocas un postizo capilar para aún sentir que proyectas la imagen que deseas, porque aún sueñas. En 'La forma del agua' (2017), de Guillermo Del Toro, Elisa (Sally Hawkins) se masturba cada mañana en la bañera. ¿Y si el agua cobrara forma? Elisa trabaja como mujer de la limpieza en un laboratorio secreto del gobierno, un espacio cerrado, como las mentes de quienes lo dirigen. Entre sus experimentos, una extraña criatura acuática que ha capturado en Sudamérica Strickland (Michael Shannon), el nuevo responsable de seguridad de las instalaciones secretas, un hombre que se define por la porra eléctrica con la que ejerce su cruel dominio, y por no lavarse las manos después de mear porque le parece signo de debilidad. Elisa no conecta con Strickland, más bien su opuesto, sino con el extraño, la criatura sin nombre, porque al fin y al cabo extraña ella se siente, alguien que siente que no encaja, una anomalía. Fue un bebé que arrojaron en la orilla de un río, y no ha dejado de sentirse en la orilla de la vida. Si se masturba en el agua mientras cuece un huevo, resulta lógico que lo primero que ofrezca a lo que da forma a sus sueños de placer y conexión, la extraña criatura sin nombre, sea un huevo. Conectan, comparten lenguaje, aunque una sea muda y el otro emita unos incomprensibles sonidos, pero ninguno porta, ni siquiera en su mirada, una porra eléctrica que quiera infligir daño al otro. Elisa, por fin, siente que puede fluir. Al fin y al cabo, quizá sea está fábula su sueño, del mismo modo que los títulos de crédito se despliegan en un entorno líquido, en el que ella flota mientras duerme. Porque en sueños se puede flotar, sin caer por la gravedad. En un momento dado lee una frase: “la vida es lo que queda tras que hayan naufragado tus sueños”. Y estos son como la película que das vida, como si también fluyeran, y el relato se hiciera realidad. De hecho, bajo el piso de Elisa hay una sala de cine, que se empapará cuando convierta su cuarto de baño en un pequeño océano en el que fluye desnuda con la forma del agua.

Su mejor amigo es su vecino, Giles (Richard Jenkins). Un pintor que se siente despedido de la realidad, como lo fue de la agencia en la que aún espera que le readmitan. Sueña con el camarero de un bar, por lo que ante él porta siempre un postizo capilar, como si así disimulara el paso del tiempo. No deja de comprarle raciones de tarta de lima aunque acabe acumulándolas en su nevera, porque aún espera que un día él le corresponda. Para que la fantasía le acepte ni se presenta como es ni actúa de acuerdo a su gusto, como si fuera el personaje de una función ajena a la que se pliega para poder participar en la película de su fantasía. No sabe qué ha sido de él mismo, como si hubiera nacido demasiado pronto o demasiado tarde, y hubiera quedado difuminado en cualquier margen. Sólo siente que el tiempo ha pasado, y le ha dejado atrás, con arrugas que agrietan su rostro, como oportunidades soñadas que se quedaron en el tintero de su pintura. Por eso, se siente reflejado en esa criatura anómala, como si no encajara en el dibujo de la vida, una presencia desenfocada, como mucho, al fondo. Por eso, quizá esta fábula sea el relato de su sueño. Su voz nos introduce y despide en la narración. En un momento dado, Elisa lee en otro papel: “el tiempo es un río que fluye desde el pasado”. Aunque no puedas nadar a contracorriente, y a cierta edad puedas sentir que más que fluir más bien te ha arrastrado y no sabes a dónde.

 

Elisa y Giles se sienten figuras torpes que no encajan en los primeros términos de los planos de la vida, figuras ni siquiera secundarias. Pero, por un momento, en los trazos de un sueño que dibujara Giles, en los que aún es joven, como Elisa, se rescatan a sí mismos de sus márgenes a través del rescate de una extraña criatura sin nombre, a la que los que controlan la narración oficial de la realidad dañan y torturan por capricho y suficiencia, por ser diferente, y por tanto inferior. Las circunstancias son las de 1962, cuando la guerra fría estaba candente entre Rusía y Estados Unidos, pero no deja de ser un reflejo también del ahora. Por eso, Del Toro prefirió ubicar la acción dramática en el pasado para que las circunstancias del ahora no desenfocaran el discernimiento de la cuestión esencial, elemental pero precisa, da igual el tiempo que sea: el contraste entre la actitud de los que empatizan, como es el caso de Elisa, Giles o el ruso Hoffstetler (Michael Stulhbarg), y la beligerante de los que cosifican al otro, que representan Strickland, su superior, el general Hoyt (Nick Searcy), o los superiores de Hoffstetler.

 

'La forma del agua' es un sueño de su niñez que Del Toro quería hacer realidad. Entonces, cuando vio por primera vez 'La mujer y el monstruo' (1954), de Jack Arnold, se preguntó por qué no podían acabar juntos una y otro. Creció y sintió en sí mismo los naufragios de la vida. Pero no dejó de soñar, como si ese sentimiento de anomalía, de desajuste con la realidad, pudiera contrarrestarse, al menos, en esa pantalla de sueños que es la cinematográfica, que aquí dota de una coreografía, a través de sus movimientos de cámara, que resulta más afinada que en cualquiera de sus obras precedentes. Aunque 'La forma del sueño' no deja de ser una película empapada por la tristeza, evocadora de lo que no fue y se soñaba como insurgente posible en la niñez, como transmite el tema principal de la excelente banda sonora de Alexandre Desplat. Un sueño para recuperar la voz que no dejará de ser muda mientras se siente que el paso del tiempo deteriora el cuerpo. No somos dioses, ni los hay más allá de nuestra impotencia, fragilidad y desamparo, aunque a veces nos sintamos dioses con una porra eléctrica en la mano o unos galones en la hombrera. Simplemente, somos nuestros sueños contorsionándose para lograr dotar de forma al agua.