Guillermo del Toro regresa a sus territorios góticos y fantásticos con una película muy personal con la que ha contado con unos medios de producción magníficos para relatar una historia de terror pero con un alto componente romántico que opta por un acercamiento lleno de esencia e inocencia al género que si bien no consigue estar del todo conseguida, supone un auténtica experiencia plástica y visual.


Podría decirse que La cumbre escarlata es una película de autor pero con el envoltorio de una gran superproducción. Lo primero porque su director, Guillermo del Toro, no solo ejerce su labor tras la cámara, también es productor y coguionista. Pero, aparte de esto, encontramos en su nueva película el mismo aliento que recorría sus primeras películas, éstas sí más modestas, El espinazo del diablo o El laberinto del fauno, por ejemplo, un aire libre, personal y original en el que las claras referencias culturales de del Toro eran absorbidas por un estilo y una mirada muy propias. Lo segundo, porque estamos ante una película de gran derroche en su diseño de producción, con unos decorados, vestuarios, fotografía… excelentes, aunque quizá demasiado evidente el trabajo digital, pero, en general, un trabajo visual desbordante, imaginativo, fascinante. Además, del Toro, es un maestro a la hora de crear encuadres, de buscar lecturas en ellos, de dar plasticidad a las imágenes.



El problema de la película reside en que esa primera faceta más autoral no acaba de redondear el guion de una película que, a diferencia de los grandes logros de del Toro, hace muy evidente esas referencias y, sobre todo, no consigue un componente emocional, en las cuestión romántica, ni de intriga ni de inquietud, en la del terror. La película, diríamos, transita en una perfección formal que no acaba de enganchar del todo, porque le falta tensión, garra.


Del Toro ha mirado a los clásicos de la novela gótica decimonónica, aunque curiosamente quien más se percibe es a Henry James, a sus cuentos de fantasmas, a su visión de una Inglaterra aristócrata en decadencia frente a una Norteamérica de nuevos ricos, pero son referencias más superficiales, de forma, que de fondo. Del mismo modo, se aprecia en las imágenes los gustos cinematográficos del cineasta mexicano pero, igualmente, solo en el terreno visual, sin una lógica interna más allá de la mera referencia. Pero esta mirada de del Toro al género no acaba de ser más que una sucesión de una imaginería visual y literaria centrifugada en pantalla por el cineasta.



Sin embargo, posee La cumbre escarlata una apuesta muy interesante, la de un acercamiento al género del terror desde una mirada anacrónica, muy inocente. Una inocencia casi seminal, como si quisiera recuperar un espíritu del género perdido; el problema es que esto es aceptable, hoy en día, en obras del pasado, no tanto en una realizada en el presente. Un riesgo enorme en el que del Toro no es capaz de ir más allá de su superficie, aunque con enormes logros en el terreno visual, no así argumental. Por fortuna, los actores son capaces de dar entidad a sus personajes, sobre todo una soberbia Jessica Chastain, que llena la pantalla cada vez que aparece y que entrega el único personaje realmente complejo.


Una pena que al final todo se decida por la locura y no por otras cuestiones más sociales, más de clase, que durante la película han sido apuntadas pero que se pierden por el camino, como tantas otras, en una obra que es muy interesante de ver aunque su resultado, al final, decepciona enormemente, porque uno espera de un cineasta tan imaginativo y personal como del Toro algo más que una producción magnífica.