El tópico más básico, poderoso, manido, productivo y simplista de todo el repertorio de suposiciones que impregna la vida y la literatura americanas es el concepto del Nuevo Mundo como el lugar en el que se cumplen los sueños y anhelos que desde siempre han caracterizado a la civilización occidental. Los cristianos en general, y en particular los fundamentalistas protestantes que fundaron Nueva Inglaterra, vieron América como un modelo de la Ciudad de Dios. América es el país de Dios, y los americanos son su pueblo elegido”.

Milton R. Stern escribió el texto anterior en su introducción a La casa de los siete tejados, de Natthaniel Hawthorne en su edición para Penguin, y sirve, al menos como breve apunte, para introducir también a La bruja, de Robert Eggers. La historia del coronel Pyncheon en la novela, también ubicada a finales del siglo XVII en Nueva Inglaterra no tiene, en apariencia, demasiado que ver con lo planteado en la película de Eggers, y sin embargo encontramos en ella, así como en otros textos de Hawthorne y otros autores, que en el XIX miraron hacia las bases constitutivas de Estados Unidos, una relación en busca de dónde proceden, o pueden hacerlo, algunos elementos que, en teoría, persisten en la sociedad norteamericana. La diferencia, evidentemente, radica en que entonces aquellos escritores todavía veían un país en construcción, mientras que la película de Eggers recrea desde cierta abstracción, que el género de terror le permite, unos sucesos que tienen tanto una raigambre histórica –Eggers, al parecer, se documentó exhaustivamente sobre autos de juicios contra supuestas brujas- como un sentido más general.

La bruja comienza con una familia que es expulsada de la comunidad a la que pertenecen sin que se aclare del todo los motivos por los que lo hacen. Se percibe que el padre, William (Ralph Ineson), un fundamentalista religioso, ha realizado algún acto que ha contravenido el orden de la comunidad. William, junto a su mujer Katherine (Kate Dickie), y sus cuatro hijos, Thomasin (Anya Taylor-Joy), Caleb (Harvey Scrimshaw) y dos hermanos mellizos (Lucas Dawson y Ellie Grainger), y un bebé, Sam, deberá desplazarse a una pequeña granja a vivir alejados de la civilización, o lo más parecido a ésta. A partir de entonces, comienzan a sucederse todo tipo de sucesos que parecen indicar que, a pesar de su devoción religiosa, Dios no está por la labor de hacer sencilla la vida de la familia.

Eggers, desde el arranque de la película, deja claras las pautas que marcarán el desarrollo de La bruja y que, por desgracia, acaba alejándose de ellas para entregar un tramo final que tira por tierra gran parte de sus logros. En cierta manera, y aunque pueda parecer una contradicción, uno de los problemas de La bruja reside en su constante necesidad de ser una película de terror a partir de lo que se espera de ella más que por aquello que propone. Eggers desarrolla con buen ritmo la tensión que va instaurándose en el núcleo familiar y que obedece a diferentes razones: las penurias de su situación, la desaparición del bebé por culpa de Caleb, el manifiesto deseo sexual de éste por su hermana Thomasin, los dos mellizos refiriéndose al Diablo, Thomasin convirtiéndose cada vez más en un elemento incómodo para la familia… todo ello, además, en un entorno de enfermizo rigor moral y religioso. El director es capaz de ir trazando todo lo anterior, y mucho más, con un sentido de la puesta en escena naturalista en su fotografía, que ensombrece más si cabe la historia, con una atención a la construcción de cada plano, relacionando los personajes con su entorno tanto interior como exterior para crear un sentido de asfixia, creando una atmósfera que va enturbiándose de manera paulatina, trabajando la imagen digital en su hiperrealismo pero, a su vez, destacando la sordidez y la extrañeza del contexto, relacionando las diversas sonoridades de la banda sonora con todo lo anterior. Esto sirve a Eggers para llevar a cabo un relato terrorífico desde el interior de la familia, es decir, desde una perspectiva íntima malsana en la que detalles y miradas cobran gran importancia. Por eso, cuando Eggers comienza a introducir elementos más adscritos a los códigos del género, es decir, a aquello que debe esperarse en una película de este tipo –y pobre el que no lo haga…-, entonces, La bruja pierde considerablemente fuerza, se hace más obvia, más evidente, derivando en un cierre que no solo rompe con la sobriedad de todo el conjunto, sino que además roza lo ridículo en su construcción visual.

La bruja, por otro lado, presenta algo curioso en el cine actual: una mejor puesta en escena que ideas de guion, o, mejor dicho, un trabajo visual que eleva algunas cuestiones argumentales que habrían quedado en nada de no estar sujetas por un buen trabajo con las imágenes. Lástima que el terror y el miedo que van apoderándose de la familia hasta enloquecer y desquiciar a sus miembros acabe desviándose en un relato de brujería que si bien tiene su gracia, como decíamos, termina por convertir a la película de Eggers en una medianía con interés, con excelentes momentos, pero que prefiere circunscribirse a unos parámetros establecidos antes que romper con ellos. Algo que durante gran parte del metraje consigue.