Desde que se hicieron públicas sus primeras imágenes y sus primeros tráiler, pasando por su ovacionado y premiado estreno en el pasado Festival de Venecia, hasta el aluvión de textos y comentarios sobre la película, incluido el temor paranoico de que en su estreno en Estados Unidos se cometan actos violentos, Joker, de Todd Philipps, se ha convertido en la película de esta temporada; o, como poco, de unas cuantas semanas. Falta por ver si el paso del tiempo la reserva algún tipo de trascendencia y valor cualitativo.

Arthur Fleck (Joaquin Phoenix) trabaja como payaso anunciante en las calles, vive con su madre ya anciana y sufre de un trastorno mental, en un contexto de inestabilidad social en las calles de Gotham, cuya fisionomía los responsables del Joker relacionan de manera directa con el Nueva York de los setenta. De ahí las relaciones referenciales que crean tanto con Taxi Driver como con El rey de la comedia, ambas de Martin Scorsese, y con las que Phillips mantiene un claro diálogo.

Joker, como película de origen, en este caso de un villano, se adecua tanto a una plantilla estructural a la que nos hemos acostumbrado como busca pervertirla; a este respecto, resulta muy interesante el trabajo que llevan a cabo de búsqueda de materializar en pantalla -en ocasiones de manera un tanto burda, explicando lo que resulta evidente mediante subrayados- los procesos mentales de Arthur en su transformación final en la figura del Joker. El esfuerzo por relacionar esa locura como consecuencia de unos traumas personales y una enfermedad con la miseria social en la que Arthur debe moverse resulta tan sugerente como, en última instancia, fallida.

Porque el gran problema de Joker reside en que sus grandes ambiciones discursivas y cinematográficas no acaban de estar bien resueltas en su conjunto, manejando demasiadas ideas que no están cohesionadas. Las diferentes referencias que maneja muestran una deuda con un cine anterior al que homenajea para crear conexiones atemporales y discursivas, de ahí el esfuerzo de Phillips, con Lawrence Sher como director de fotografía, en buscar que las imágenes trasciendan, para crear unas imágenes que, a partir de lo digital, den como resultado una extraña y estimulante mezcla de realismo sucio con cromatismos que remiten al personaje y a su universo; esto es, unir realismo con fantasía en un todo que cree formas tan reconocibles como abstractas. En este sentido, Joker es un trabajo más que notable de composición visual, a lo cual se debe añadir la música de Hildur Guðnadóttir, que añade disonancia y extrañeza. Phillips, de hecho, parece interesado en controlar con las imágenes el caos de aquello que narra. Un formalismo muy meditado que, muy pronto, sin embargo, y a pesar de esa elaboración visual, acaba mostrando sus costuras, su construcción.

Por otro lado, la ambición discursiva de Joker es igualmente evidente. Se puede hablar de cómo la miseria personal y social, así como el desprecio recibido, pueden acabar conformando un monstruo, si bien en este caso se encuentra el añadido de una trama familiar, con relación a su antagonista, Batman, que crea otra capa narrativa y discursiva interesante y que se relaciona directamente con el final y con un posible camino futuro a seguir. De este modo, surge el monstruo, histérico e histriónico, que Phoenix encarna erigiéndose como el gran protagonista de la función: de hecho, cabe preguntar cuánto de él se encuentra en el personaje. Un monstruo que, finalmente, y gracias a los medios de comunicación, se convertirá en icono de unas revueltas.

El payaso puede reinar si tiene los medios posibles para conseguirlo. Si la sociedad conforma el espacio preciso para ello. A este respecto, Joker juega de manera torpe a cierta ambigüedad que interpela al espectador para que reflexione y, si es necesario, se posicione. Esto puede conducir a ciertas interpretaciones críticas que han hablado de un “superhéroes de izquierdas”, algo tan demencial como la propia sonrisa del Joker. Pero lo que sí queda patente en el Joker es el reflejo actual de una sociedad en la que cualquier payaso, en efecto, puede guiar a las masas. Aunque no hemos querido entrar en consideraciones comparativas entre Joker y Taxi Driver, cabe preguntarse si la película de Phillips, dentro de unos cuantos años, habrá trascendido como lo hizo la de Scorsese, si más allá de mostrar unos síntomas sociales y crear unas imágenes que evidencian las posibilidades de la tecnología digital para transformar la realidad, perdurará en el tiempo como obra cinematográfica con entidad propia. Por el momento queda una película interesante en cuanto a comentario de algunas derivas actuales más que por conformar verdaderamente algo que vaya más allá.