Hablar de la música española de las últimas tres décadas sin mencionar a Extremoduro y a Robe Iniesta es, sencillamente, falsear el mapa. No porque todo suene a Extremoduro, sino porque casi todo, de una forma u otra, ha pasado por ahí. Como una carretera secundaria que no sale en los mapas oficiales pero por la que ha circulado media escena. Robe no creó una escuela en el sentido académico del término; creó una forma de legitimarse a uno mismo.
Extremoduro enseñó que se podía escribir desde la herida sin pedir disculpas. Que la poesía no necesitaba permiso ni academia. Que una canción podía ser bella aunque estuviera rota. Y eso cambió las reglas. No solo para el rock, sino para toda una generación de músicos que entendieron que el éxito no tenía por qué pasar por la pulcritud ni por la corrección.
El primer gran heredero evidente fue Marea. Kutxi Romero nunca escondió la deuda: Extremoduro no solo fue influencia, fue refugio. La manera de escribir, de usar el lenguaje popular como materia poética, de mezclar taberna y metafísica, nace ahí. Marea tomó el testigo y lo llevó a su propio territorio, más narrativo, más colectivo, pero con la misma raíz: la honestidad brutal. No se puede entender Marea sin Robe, igual que no se puede entender a Kutxi sin haber escuchado Agila o Deltoya.
Algo parecido ocurre con Estopa, aunque por caminos aparentemente distintos. Estopa llevó esa verdad de barrio, esa épica de lo cotidiano, a otro lenguaje: el de la rumba rock y la clase trabajadora urbana. No son Extremoduro, pero comparten algo esencial: cantar desde donde se vive. Sin impostura. Sin ironía protectora. Con las manos sucias.
Melendi es otro caso paradigmático. Su primera etapa, antes del personaje y del pop de estadios, bebía directamente de esa tradición: canciones confesionales, canallas, emocionales, escritas desde el exceso y la fragilidad. Melendi entendió, como tantos otros, que se podía contar la propia vida sin embellecerla demasiado, que había un público dispuesto a escuchar verdades incómodas si estaban bien cantadas.
Si ampliamos el foco, la lista se vuelve casi inabarcable. Berri Txarrak, aunque desde el euskera y el post-hardcore, comparten con Extremoduro esa intensidad emocional y ese desprecio por la comodidad. La Fuga heredó la épica del perdedor y la lírica de carretera. Los Suaves, aunque anteriores en parte, encontraron en Robe un hermano menor que empujó los límites un poco más allá. Poncho K, El Drogas en su etapa posterior a Barricada, Reincidentes, Boikot en ciertos momentos: todos dialogan con esa idea de rock como vehículo de verdad, no como producto.
Pero la influencia de Robe no se queda solo en el rock. Está también en los cantautores que rompieron con la imagen pulcra del género. Ismael Serrano ha reconocido muchas veces la importancia de Extremoduro a la hora de entender que la poesía podía ser directa, carnal, imperfecta. Nacho Vegas, desde otro lugar estético, comparte esa voluntad de desnudo emocional, esa incomodidad constante que Robe convirtió en marca de la casa.
Incluso en el rap y en la música urbana se pueden rastrear ecos. No tanto en el sonido como en la actitud. Artistas que entienden la canción como confesión, como ajuste de cuentas con uno mismo. La idea de que la vulnerabilidad no resta fuerza, sino que la multiplica, es profundamente robeiniana. Extremoduro enseñó que se podía ser frágil sin dejar de ser feroz, y esa lección ha cruzado géneros.
Robe también influyó por lo que no quiso ser. Por su rechazo constante a la industria, a la etiqueta, al discurso prefabricado. Muchos músicos aprendieron que decir “no” también era una forma de hacer carrera. Que retirarse a tiempo, desaparecer, no explicarlo todo, podía ser un gesto artístico. Su etapa en solitario reforzó esa idea: menos ruido externo, más exploración interna. Más riesgo.
Por eso Extremoduro no fue solo una banda influyente: fue una grieta. Una grieta por la que se colaron cientos de artistas que entendieron que podían hacerlo a su manera. Pero todos, absolutamente todos, pasaron por ahí.
Hoy Extremoduro ya no existe como banda, pero su influencia sigue operando. En cada canción que se atreve a ser incómoda. En cada artista que decide no suavizar lo que duele. En cada verso que suena raro, excesivo, demasiado honesto. Eso es lo que dejó Robe Iniesta: no un sonido, sino un permiso. Y hay pocas herencias más valiosas que esa.