Jim Mickle concibe un oscuro thriller que se desarrolla en el Texas rural y profundo de los años ochenta. Una historia, que una vez más pone de relieve la realidad escondida bajo la amable fachada del estilo de vida americano, protagonizada por unos excelentes Michael C. Hall, Sam Sephard y Don Johnson.

Cada cierto tiempo surge un nombre al que, de repente, se eleva a las alturas. Algo quizá en parte impulsado por ese entusiasmo que se genera ante la aparición de un buen film que destaca entre tantos otros que se estrenan regularmente. Con ello no se pone en duda la calidad de ese film en cuestión, sino esa tendencia, a veces exagerada, de tratar de ver a su responsable como esa nueva voz que viene a imprimir un nuevo aire al arte cinematográfico, creándose al mismo tiempo unas expectativas que, en muchas ocasiones, acaban desvaneciéndose en sus siguientes títulos, como le ha sucedido, por dar un nombre y a bote pronto, a M. Night Shyamalan. Es por eso que ante cada nuevo descubrimiento es inevitable, al menos para algunos, tomar ciertas precauciones, como ahora sucede con Jim Mickle quien, con Frio en julio, su cuarta película como director, parece haberse convertido en una de esas nuevas revelaciones del momento.

Aunque bien es cierto que Frío en julio posee todos esos atributos que hacen pensar que su responsable es alguien a quien sin duda no le falta talento. Algo que se pone de manifiesto en la primera parte de la película, cuando en una pequeña localidad tejana se produce un incidente nocturno en la casa de la familia Done, Richard (Michael C. Hall), el propietario de una tienda de marcos, Ann (Vinessa Shaw) una maestra de escuela y su hijo pequeño. Porque el marido sorprende a un ladrón que ha entrado en su hogar y temiendo por su vida y la de los suyos lo mata de un disparo. No solo la noticia correrá como la pólvora a lo largo y ancho de la población sino que la policía le tranquiliza alegando que ha sido un acto de defensa propia. Aunque la intranquilidad de Richard irá en aumento cuando sepa que el padre del fallecido (Sam Shepard), quien ha estado en la cárcel, ha comenzado a acecharles.

Una parte que ocupa prácticamente la primera mitad del metraje y que Mickle resuelve con gran pulso narrativo, manteniendo el suspense en todo momento, a la vez que va captando con la cámara todos esos pequeños detalles que no solo van definiendo a cada uno de los personajes, sino que van enriqueciendo la historia. Porque Frío en julio es un film de miradas más que de diálogos, de gestos, de acciones, y también de reacciones. Pero de reacciones cotidianas, las de un ciudadano corriente como es Richard, y no las del justiciero ex‒combatiente y similares a los que nos tiene acostumbrado el cine de siempre. Y esa es precisamente una de las virtudes de la puesta en escena de Mickle, de mostrar lo que sucede después, una vez acabada la investigación policial, cuando la vida continua, cuando vuelve lo cotidiano y el matrimonio tiene que empezar por limpiar los restos de sangre esparcidos por el salón, quitando las salpicaduras de fotografías, de relojes o de la propia pared, secuencia que viene acompañada por la canción, de proverbial título, Forgetting you que interpreta James Carr; como el hecho de que Richard contemple como el inodoro se traga el agua teñida con la sangre que ha limpiado y sea interrumpido al poco rato por su hijo pequeño; como también que le quite la pistola de juguete cuando aquel la mete en la mochila antes de ir al colegio; como que a su mujer no le guste el estampado del sofá que Richard ha adquirido para sustituir al manchado de sangre, etc.

Detalles que se van mezclando con esos otros que comienzan a generar una tensión cada vez más creciente en el relato como que el protagonista esté sentado en el salón, de madrugada, porque no puede dormir, y que el simple destello de los faros de un automóvil que pasa le provoquen inquietud; que mire el reloj de su tienda y prosiga montando el ángulo de un marco para, al volver a mirar la hora, compruebe que apenas han pasado un par de minutos; y así sucesivamente. Hasta que, de repente, un giro imprevisible cambie el curso de la historia que se desarrollará por otros derroteros que aquí no se van a desvelar.

Pese a algún que otro altibajo, Frío en julio es un más que sólido thriller que mantiene el interés hasta el último segundo. Un film aderezado por una cuidada puesta en escena, desde los escenarios rurales por los que transitan sus protagonistas hasta los propios ambientes que, a medida que avanza la historia, se van haciendo cada vez más ásperos y oscuros. Algo a lo que contribuyen las sobrias imágenes de Ryam Samul, director de fotografía en los tres anteriores largometrajes de Mickle, con ese realismo sucio, hasta a veces casi minimalista, que en cierta manera la emparenta con otro título reciente como Blue Ruin (Jeremy Saulnier, 2013).

Una imaginería con múltiples referencias al cine de los ochenta e incluso el de los setenta, aunque hay una de ellas que sale por la boca de un personaje, cuando de dicen a Richard, al acercarse a la barra de un bar, “Mira quien ha llegado, Josey Wales”, el personaje a quien encarnó Clint Eastwood en su quinta película como director, El fuera de la ley (The outlaw Josey Wales, 1976). Incluso hasta se puede hallar ciertas influencias de Grupo Salvaje (The wild bunch, 1969) de Sam Peckinpah, aunque en este caso sean tres personajes en vez de cuatro, sobre todo en aquel momento en el que el trío protagonista se dirige a cumplir el destino final y que se muestra de manera ralentizada, uno de los rasgos de estilo del director de La huida (The getaway, 1972). Porque en Frío en julio flota en el aire esa vocación por indagar en la violencia, ese mecanismo sobre el que se fraguó la sociedad norteamericana y sobre el que parece seguir sosteniéndose.