A partir de un guión firmado por Matt Charman y los hermanos Coen, quienes se inspiran a su vez en hechos reales, Steven Spielberg concibe un excelente film cuya puesta en escena funciona casi como un juego de ajedrez, ya que se su trama se sostiene sobre los actores, y en el que el juego de diálogos y los silencios adquieren una mayor relevancia que la propia música, elemento tradicionalmente omnipresente en la obra del cineasta.
Alguien raro es aquel quien no haya soñado alguna vez con un mundo mejor, un ideal inherente a la juventud, que es la época cuando se cree que se pueden cambiar las cosas. Luego, la edad adulta, la educación y la propia sociedad se encargan de hacer olvidar que una vez se fue niño y después joven, porque se suele pensar que así funcionan las cosas y así hay que aceptarlas. Pero pocos son aquellos quienes, pese a sus años, aún tratan de mantener estos principios sin darle importancia a que les tilden de soñadores o incluso de ingenuos. Una postura por la que navegan la mayoría de los personajes de Steven Spielberg quien, ya sexagenario, ha vuelto a concebir una película protagonizada por otro de esos soñadores que aún cree en lo correcto, en la integridad, y que asume su responsabilidad, sea cuales sean las consecuencias, siguiendo un hálito similar al que desprenden los personajes de Frank Capra.
Pero el James B. Donovan, a quien encarna un excelente Tom Hanks, viene a ser en cierta manera un reflejo del espíritu del propio Spielberg quien, además, parece reivindicar a través de dicho personaje, o al menos esa es la sensación que parece flotar en las imágenes de El puente de los espías, que se pueden mejorar las cosas a pesar de la compleja naturaleza del ser humano, que los soñadores, a su manera, consiguen avances, aunque sean, en apariencia, pequeños. Y es ahí donde quizá algunos pongan sus reparos, en esa suerte de hálito de buenrollismo que suele impregnar la obra del cineasta americano que, si bien hay veces que se le ha ido de las manos rozando la sensiblería, en el caso de El puente de los espías ha logrado, por el contrario, un film mucho más sobrio y contenido. Como también suele haber esa tendencia a tachar todo aquello que ofrezca un soplo de esperanza, como si de alguna manera se sintiese la necesidad de recrearse en el sentido trágico de la vida. Cosas del ser humano.
Sea como fuere, se esté de acuerdo o no con el espíritu del film y a pesar de los inconvenientes que se le puedan sacar, Spielberg ha concebido un excelente film a partir de un episodio histórico protagonizado por un héroe con minúsculas, porque Donovan viene a ser la antítesis del tradicional héroe apolíneo, como su hazaña dista del carácter épico, y hasta legendario, que suelen poseer la mayoría de las aventuras clásicas. Es decir, un tipo corriente de cincuenta y tantos años de edad, abogado especializado en seguros, de clase media y padre de familia, como tantos otros ciudadanos de a pie, quien un buen día, arrastrado por las circunstancias, se ve obligado a defender, siempre manteniendo con firmeza sus principios, a un hombre acusado de espionaje. Otro hombre, también de mediana edad, también un tipo corriente, Rudolf Abel, nacido en la localidad británica de Newcastle, pero de orígenes rusos, cuya familia se trasladó a la Unión Soviética cuando todavía no había cumplido la mayoría de edad. Y aunque desde muy joven había mostrado una vocación por el dibujo llegando a cursar estudios artísticos, acabó, también por las circunstancias del destino, trabajando como operador de radio para la agencia de inteligencia rusa. Como también evitó ser procesado durante la Gran Purga de Stalin debido, al parecer, en parte por su procedencia inglesa, que tuvo lugar entre 1936 y 1938 y que le supuso su expulsión del cuerpo, para, ocho años después, ser reclutado de nuevo por el servicio secreto y ser enviado a Nueva York, donde compaginó su actividad de espionaje con su labor pictórica, hasta que fue detenido por el FBI el 21 de junio de 1957. Y es ahí cuando aparece la figura de Donovan, a quien le encargan su defensa y que lleva a cabo por su idea, en principio incomprendida, de que en su país cualquier residente, haga lo que haga, tiene derecho a recibir un buen trato, anticipando al mismo tiempo la posibilidad de que un ciudadano norteamericano podría verse situado en las mismas circunstancias dentro de los países del Telón de Acero y que, de ser así, ello podría propiciar un posible intercambio.
La trama de El puente de los espías comienza con la magnífica secuencia de la detención de Abel, interpretado por un soberbio Mark Rylance. Unas horas antes de su captura éste se halla pintando su autorretrato ante un espejo. Porque el film de Spielberg es en realidad un juego de espejos delimitado, justo en la mitad de su metraje, por el levantamiento del muro en Berlín en 1961. Dos partes estéticamente bien diferenciadas, porque la segunda mitad del film, que muestra las negociaciones de Donovan en la capital alemana para liberar al piloto Francis Gary Powers (Austin Stowell), cuyo avión ha sido derribado tras una misión de espionaje, y al estudiante norteamericano Frederic Pryor (Will Rogers), detenido en el lugar y en el momento equivocado, es mucho más oscura, más sombría, en el sentido de que transcurre en su mayor parte de noche, predominando el cielo gris y la nieve en las secuencias que tienen lugar a la luz del día.
Un juego de reflejos presente en la propia relación que se establece entre Abel y Donovan. El primero muestra en todo momento un aplomo que sorprende al segundo quien, cada vez que hace referencia a su inalterabilidad, aquel siempre responde con el latiguillo de «¿Ayudaría en algo?». Pero a su vez, el abogado también es un hombre que hace gala de una gran serenidad, un hombre que en ningún momento pierde la compostura, incluso en los momentos más adversos. Algo que se pone de relieve en una de las secuencias clave del film, después del juicio, donde se establece esa suerte de amistad que surge entre ambos personajes porque, en el fondo, son dos seres iguales, aunque estén situados en bandos contrarios, porque en realidad uno es el reflejo del otro y viceversa. Algo que Spielberg enfatiza con el autorretrato que el espía pinta al inicio del film y el retrato que le hace al abogado y que éste recibe hacia el final de la película.
Sea como fuere, en dicha secuencia Abel le dice al abogado que en ningún momento le ha preguntado si en realidad es un espía. Donovan responde que ya no importa si lo es o no, porque es el estado el que tiene que probarlo, y que él, además, siempre asumió que es un artista. A continuación Abel, siempre parco en palabras, le manifiesta que le recuerda a un amigo de su padre que solía frecuentar su casa cuando era joven. Y que su padre siempre le decía que se fijase en ese hombre, un hombre normal, según Abel, que nunca hizo nada relevante pero que, durante la Gran Purga, fue golpeado, al igual que sus padres, y que cada vez que recibía un golpe se volvía a levantar. Y así una vez y otra más. «Creo que debido a esto, desistieron de golpearlo y lo dejaron vivir» expresa Abel, quien concluye su historia con unas palabras en ruso para, después de un breve silencio, traducirlas. «El hombre de pie». El calificativo que recibió aquel hombre. Y la actitud que acabará uniendo en cierta manera a ambos personajes porque, cada uno a su manera, son dos hombres que permanecen en pie, uno ante las autoridades norteamericanas y el otro ante las soviéticas. En el fondo, entre rivales tampoco hay demasiadas diferencias.
Juegos de reflejos que Spielberg acentúa con muchos otros detalles. La moneda hueca en la que Abel oculta la información y la moneda que oculta una aguja de veneno que llevan los pilotos espías para utilizar en caso de ser capturados. O cuando el letrado ve desde la ventanilla de un vagón del metro como disparan a los que tratan de huir de Berlín Oriental saltando el muro, al igual que, también contempla desde un vagón del metro, pero esta vez en Nueva York, como unos jóvenes saltan unas vallas metálicas que delimitan unas parcelas. O tras el intercambio, el frío recibimiento con que les dispensan los suyos tanto al espía como al piloto.
Spielberg ha concebido una magnífica película en la que ha dado una mayor prioridad a la puesta en escena, una puesta en escena que recae en los actores, en el juego de diálogos, relegando las escenas de acción a la mínima expresión. De hecho tan solo hay una, el derribo del avión espía pilotado por Francis Gary Powers y cuya duración apenas sobrepasa un par de minutos. Un film de personajes cuya trama funciona casi como un juego de ajedrez y en el que los silencios y los diálogos adquieren mucho más protagonismo que la propia música, un elemento omnipresente en sus anteriores trabajos. Porque esta vez Spielberg ha dosificado la utilización de la partitura compuesta por Thomas Newman para puntualizar determinados momentos. Como también ha tratado de contener las emociones, aunque haya algún momento en el que no pueda evitar un ligero retazo de edulcoración.
Pero más allá de estas consideraciones, El puente de los espías es la historia de un ciudadano corriente que negocia el intercambio de un espía, quien también es un hombre corriente, por un piloto y un estudiante, quienes asímismo son dos individuos corrientes. Un intercambio que tiene lugar en el puente de Glienicke en un nevado y gélido amanecer de febrero de 1962.