No hay muchas artistas en España que puedan permitirse diseñar un concierto como si fuera una boda, y mucho menos una boda con tambores, torres de 30 metros, fuego, DJ set previo y un ejército de bailarines que parecen salidos de una versión futurista del Aquelarre. Pero Lola Índigo no es cualquiera. En su debut en estadios, la cantante granadina —más que una estrella del pop, un fenómeno cultural de la última década— no se conformó con un recital: quiso crear un universo. Y lo hizo.
El Riyadh Air Metropolitano no estaba lleno, pero eso no impidió que desde la primera nota de Ya no quiero ná, el estadio se transformara en una rave de pop español con ADN andaluz. De blanco, escoltada por percusionistas y visuales monumentales, Lola apareció no como la niña de la escuela, sino como la directora de su propio videoclip a lo grande. El espectáculo arrancó con el primer acto, “La Bruja”, donde brilló más la escenografía que la emoción. Temas como Santería o Casanova funcionaron como trallazos coreográficos, aunque el sonido —demasiado embarullado en las zonas altas del estadio— no siempre acompañó.
Lola ha querido contar su vida a través de tres eras: la bruja, la niña, el dragón. Durante el segundo acto, “La Niña”, hubo guiños al girl power y momentos como La Niña de la Escuela (con Tini como invitada sorpresa) que hicieron saltar a medio estadio. A lo largo del bloque flamenco —ese paréntesis inesperado a medio camino entre el homenaje y la raíz— ocurrió algo distinto. El Condenao, Corazón partío y el homenaje a Lola Flores con El Lerele desnudaron a la artista granadina. El último acto, “El Dragón”, fue pura euforia. Con El Tonto, Discoteka, Mi Coleta y el estallido final de Moja1ta, el show alcanzó su cumbre hedonista. Paulo Londra apareció como invitado y convirtió el escenario en una discoteca emocional con Perreito pa llorar. Y sí, hubo lágrimas. De Lola, del público, de quienes han seguido su trayectoria desde que era Mimi en Operación Triunfo. “Gracias por no soltarme la mano”, dijo al borde del llanto. Fue un instante real, sin fuego, sin pantallas, sin pose. Solo ella. Y por eso valió la pena.
Hay artistas que se hacen grandes en un estadio. Y otros que, al pisarlo, se diluyen. Lola Índigo, con todas sus contradicciones, no se ha diluido. Ha conseguido llenar el espacio con una propuesta que tiene más de fiesta que de concierto, más de fantasía que de música. Pero sería injusto negarle el mérito: ha construido un lenguaje propio, ha conectado con una generación y, sobre todo, ha demostrado que su ambición no es postureo, sino motor.