Si tienes menos de 15 años, probablemente ya los conozcas. Si tienes más de 30, puede que tus hijos o sobrinos te hayan hablado de ellos con la naturalidad con que antes se hablaba de Pikachu o de los Minions. En medio, hay toda una generación que los observa con desconcierto. Son los brainrots, un fenómeno digital que mezcla inteligencia artificial, humor absurdo y saturación sensorial, y que se ha convertido en uno de los mayores símbolos de la cultura viral actual.

El término brainrot —literalmente, “cerebro podrido”— describe un tipo de contenido diseñado para estimular sin aportar, o mejor dicho, para provocar una respuesta emocional inmediata sin ningún valor intelectual. Se trata de contenido adictivo y sin ningún tipo de valor intelectual, que solo busca freírte el cerebro.

Los llamados Italian Brainrots son su versión más reconocible: personajes generados con inteligencia artificial que combinan rasgos humanos, animales y objetos en mezclas imposibles. Una tacita de café que baila ballet (Balerina Capuchina), un tiburón con zapatillas (Tralarelotralara), un medio mono medio plátano cantante (Chimpancini Bananini) o un cocodrilo combinado con un avión (Bombardilo Crocodilo) componen un universo tan absurdo como hipnótico.

Un fenómeno entre el arte y el algoritmo

La clave de su éxito radica en la economía de la atención. En un entorno donde los vídeos duran segundos y las plataformas premian la retención inmediata, los brainrots explotan el principio de la “dopamina instantánea”: colores chillones, sonidos distorsionados, letras inventadas y coreografías delirantes que atrapan al espectador sin permitirle pensar.

No hay guion, no hay narrativa. Solo estímulos concatenados. En la era de la dopamina y la velocidad, no es de extrañar que aparezcan personajes que nos demuestren que no todo tiene que tener un sentido.

El resultado recuerda al surrealismo pictórico de Dalí o Miró, pero con una diferencia esencial: no hay intención artística detrás, sino un objetivo de rendimiento algorítmico. Los brainrots no buscan cuestionar la realidad, sino monopolizar la atención.

Del feed a los colegios: los nuevos ídolos digitales

Lo sorprendente no es solo su estética, sino su penetración cultural. Estos personajes están ya en material escolar, en juguetes, en campañas de marketing de grandes marcas como MediaMarkt y hasta en espectáculos teatrales infantiles. En TikTok, sus canciones acumulan millones de reproducciones.

Para los más pequeños, los brainrots se han convertido en una especie de nuevo panteón animado, del mismo modo que los Pokémon marcaron una era hace dos décadas. Pero a diferencia de estos últimos, su origen es completamente digital: no nacen de un estudio creativo, sino de una inteligencia artificial que combina elementos de forma aleatoria hasta generar algo “curioso” o “raro”.

Un espejo de la era de la saturación

El éxito de los brainrots dice tanto sobre el estado de la cultura digital como sobre quienes la consumen. Para muchos expertos, estos personajes son el síntoma extremo de la atención fragmentada que domina la vida online: un entretenimiento tan inmediato que se olvida en segundos, pero que deja una huella adictiva.

Su estética “trash” y su narrativa caótica son hijas del scroll infinito, del algoritmo que premia el ruido por encima del contenido. El brainrot no pretende educar ni emocionar: pretende interrumpir. Su valor no está en lo que transmite, sino en la capacidad de generar una microdescarga de placer visual o sonoro.

Sin embargo, otros observadores apuntan que este tipo de creatividad -aunque vacía- tiene un componente subversivo. Como el surrealismo de hace un siglo, rompe con la lógica y se ríe de la coherencia. No es que carezca de sentido: es que su sentido es el sinsentido.

¿Declive cultural o evolución estética?

El debate está servido. Para algunos adultos, los brainrots son la evidencia de una decadencia cultural alimentada por la tecnología y la pérdida de concentración. Para otros, representan una nueva forma de arte digital que, aunque absurda, refleja el espíritu de su tiempo.

Quizás ambas posturas sean ciertas. En una era donde el arte, la publicidad y el entretenimiento se mezclan en el mismo carrusel de TikTok, los brainrots encarnan una paradoja: son productos del exceso, pero también una respuesta a él. En su aparente tontería hay una lógica interna que retrata nuestra relación con las pantallas, la velocidad y el ruido.

Quizá esa sea la gran lección que estos personajes dejan, sin quererlo: la de un cerebro que no se pudre por lo que mira, sino por lo que deja de mirar.

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