Tim Burton concibe un sólido biopic que gira en torno al matrimonio formado por Margaret y Walter Keane cuyos cuadros de niños con ojos grandes les hicieron célebres en los años sesenta. Pero bajo esa amable apariencia había un engaño que duró más de una década, porque ella era quien los pintaba y él quien los vendía como suyos.
Tras su temprana afición por el dibujo, la pintura y el cine, su formación en el Instituto de Artes de California (California Institute of the Arts) y sus inicios en los estudios Disney como animador quien mejor que Tim Burton para abordar una historia sobre pintura. La del matrimonio formado por Margaret y Walter Keane cuyos cuadros de niños abandonados se hicieron muy populares por un rasgo tan peculiar como los ojos grandes con que los pintaban. Pero aparte de ese detalle, en principio anecdótico, las circunstancias que rodean la vida de ambos personajes conllevan una serie de planteamientos que, más allá del engaño que mantuvieron a lo largo de más de diez años, llevan a una serie de cuestiones como qué es arte y qué no, hasta que punto la manipulación acompañada con una buena estrategia de marketing puede proporcionar un valor mayor a un producto del que en realidad tiene e incluso, hasta donde la propia popularización del arte puede tergiversar la percepción del auténtico arte en si.
Quede dicho de antemano que, al ser una historia real de la que existe bastante información que se puede consultar en internet, quienes la conozcan sabrán lo que va a suceder en el momento del visionado de la película. Y es ahí, precisamente donde reside el valor del trabajo de Burton, en tratar de concebir una radiografía sobre dos personajes tan complejos como interesantes, de explorar las circunstancias que les llevaron a crear tal engaño, de la transformación que va sufriendo la relación entre ambos, cuando la personalidad de Margaret va siendo ensombrecida por la ambición de Walter quien además recibe todos los laureles por una obra que en realidad no es suya.
Margaret, (Amy Adams), pintaba en secreto, tanto que ni siquiera su hija Jane, habida de un primer matrimonio, sabía la verdad del asunto. Porque era Walter (Christoph Waltz), con quien había contraído segundas nupcias en 1955, quien se hacía pasar por el autor de los mismos. ¿Pero quien era en realidad Walter? Y esa es una cuestión que aún queda en el aire, incluso tras el visionado de la película o de consultar la documentación existente. Porque era, según los testimonios y tal como lo muestra Burton, un encantador de serpientes de ágil verborrea que seducía a todo aquel que se cruzase por su camino relatándole todo tipo de historias, muchas de ellas de su propia invención, como aquella de que había vivido varios años en París estudiando en la escuela de Bellas Artes. Sin embargo, una de las pocas verdades de su biografía es que era un agente inmobiliario con pretensiones de convertirse en artista cuyo auténtico talento residió en su avispado sentido comercial. De hecho, fue quien tuvo la idea de hacer reproducciones masivas de los cuadros de Margaret al percatarse que los carteles que había distribuido por la ciudad de Los Ángeles anunciando, con una imagen de una de las pinturas, la inauguración de la primera exhibición, eran arrancados al poco tiempo de haberlos colgado. Al igual que enseguida vio como desaparecían las postales que tenía en el mostrador de la entrada de la galería donde se exponían de manera permanente la obra de Margaret pero de la que él se atribuía su autoría. Como también su sentido de los negocios le llevo a donar obra a diferentes personalidades del mundo del espectáculo y de la política como al propio presidente Kennedy.
Un fenómeno que enseguida lleva a pensar en Walter Benjamin y su ensayo La obra de arte en la época de su reproducibilidad técnica (1936) en el que afirmaba que la reproducción masiva de una obra de arte destruye todas esas cualidades que la hacen única e irrepetible, además de que contribuye a diluir el espíritu crítico del público privándole al mismo tiempo de esas sensaciones que se producen en el hecho mismo de contemplar una obra de arte in situ y que una reproducción, por mucha calidad que posea, jamás podrá ofrecer.
Pero ¿Realmente los cuadros de Margaret se pueden considerar obras de arte? Una cuestión que Burton tan solo plantea a través de dos personajes. Por un lado, el galerista a quien interpreta Jason Schwartzman, cuyo local está ubicado justo en frente del que ha adquirido Walter, y quien con anterioridad había rehusado exhibir la obra de Margaret aludiendo que ese tipo de pintura no tiene cabida en su galería. De hecho los cuadros que tiene expuestos en esos momentos siguen una línea estética cercana al Expresionismo Abstracto americano. Y por otro, el influyente crítico e historiador de arte John Canaday, a quien pone rostro Terence Stamp, que cuestiona la calidad artística de la obra de los Keane y con quien el propio Walter tendrá un violento enfrentamiento verbal.
Sin embargo, Burton tampoco trata en ningún momento de aproximarse con el objetivo de la cámara al proceso creativo de Margaret. Lo que crea cierta incertidumbre sobre hasta que punto era una gran artista, aunque el cineasta en ningún momento pone en duda su amor por la pintura ni tampoco su habilidad con los pinceles. De hecho, si se contempla su obra en su conjunto y fuera del contexto del film, en cierta manera se comprueba que en realidad fue una pintora que se dedicó a repetir en serie sus figuras de niños abandonados y siempre con los ojos grandes.
Sea como fuere, Big Eyes es un trabajo sólido y bien armado, con una excelente puesta en escena y espléndidamente interpretado, aunque en ocasiones Waltz esté a punto de rozar el histrionismo. Y sin embargo, a pesar de todo ello, la película desprende la rara sensación de que le falta ese toque, esa pincelada que la hubiese convertido cuanto menos en una gran película, como si lo era Ed Wood (1994) el otro biopic que Burton ha rodado hasta la fecha.