A partir del relato corto del escritor alemán Clemens Meyer, quien también se ocupa de su adaptación junto al director, Thomas Stuber, A la vuelta de la esquina (In den Gängen, 2018), nos introduce en un espacio poco transitado en el cine actual: el del trabajo. En este caso en un hipermercado alemán de venta al por mayor en el que entra a trabajar Christian (Franz Rogowski), un joven taciturno y poco hablador, lleno de tatuajes, que esconde un pasado, que acabará revelando, y que puntualmente narra la película; en el hipermercado conocerá a Bruno (Peter Kurth), un veterano trabajador en el que se apoyará, y a Marion (Sandra Hüller), de quien se enamorará.

A la vuelta de la esquina es una película convencional en algunos sentidos, sobre todo en lo relativo a la historia romántica, que no acaba de poseer la fuerza necesaria para hacer valer la idea que se encuentra bajo ella; pero también muy valiosa en otros, como en su capacidad para adentrarse con la cámara en los espacios, con o sin objetos y figuras, y conformar un espacio visual vaciado de sentido a primera vista y que, gracias a la construcción de los planos, Stuber logra dotarlos de un nuevo sentido. De hecho, hay en sus imágenes un intento de animar al espectador a mirar de manera diferente a lugares que pueden resultar reconocibles, familiares, sobre todo en lo que concierne al espacio laboral.

Stuber juega en A la vuelta de la esquina con los parámetros de la fábula, para trascender lo meramente realista, pero sin caer en fantasía visual alguna. Está interesado en mostrar lo cotidiano, con todo lo bueno y lo malo que posee, pero también que bajo el orden ordinario de la jornada laboral se esconden momentos precisos que rompen el ritmo monótono de un trabajo manual. Stuber se acerca al interior del gran supermercado como un escenario -de ahí esas imágenes cenitales que muestran sus estructuras, su racional construcción en partes segmentadas- para mostrar un orden físico que los personajes, en la medida de lo posible, contravienen con sus relaciones al conformar una especie de familia basada en su relación diaria en el reconocimiento en el otro.

El director alemán no lleva a cabo un retrato de lo laboral a modo de obvia reivindicación, pero sí consigue adentrarse en su atmósfera, y, de ahí, transmitir muchos elementos inherentes al trabajador, gracias a la elaboración que lleva a cabo con sus imágenes, facilitando al espectador la posibilidad de reconsiderar espacios propios desde una perspectiva diferente. Las imágenes que repite para marcar el comienzo del día muestran lo rutinario, pero después busca esos momentos singulares, casi íntimos, que pueden hacer de cada día algo diferente. Ahí reside ese cariz de fábula, con un cierto tono amargo en determinados momentos, en el que la posibilidad de soñar con algo mejor parece evaporarse constantemente, dado que cada personaje, principalmente Christian, Bruno y Marion, se encuentran atrapados en unas realidades personales muy particulares.

A la vuelta de la esquina se sustenta, en realidad, en muy poco contenido narrativo, más interesada en una mirada hacia el espacio como conformador del relato. De ahí ese desequilibrio con las historias que maneja, sobre todo, como decíamos, la levedad de lo romántico entre Christian y Marion. Pero a la vez ofrece la posibilidad de pensar lo real y sus formas en cuanto a cómo nos influyen en nuestra relación con los espacios en los que habitamos y en los que trabajamos. Los puntuales planos de paisaje nevado no operan como simples transiciones entre momentos, sino que aumentan el vacío de los espacios interiores, atrapando a los personajes y al espectador en unas imágenes que muestran una realidad reconocible, pero a la vez la trasciende para que no lo sea.