Acabo de salir del restaurante El Pimiento Verde (Quintana esquina con Princesa, en Madrid) y me dispongo con voluntad firmísima a dar un largo paseo hasta mi casa. Pep y yo hemos comido lo mismo: alcachofas nuevas a la plancha y dos lenguados medianos al horno. Apenas hemos catado el pan y nos han abierto un rosado navarro de este año recién embotellado (un buen número de palets de este vino, aún bailando en carbónicos, camina hacia Norteamérica en barco para hacer más llevaderas las fiestas navideñas a los demócratas yankis tan ricos como llorosos las últimas semanas). Una comida, como se puede entender, ligera; pero necesito caminar, andar una hora al menos a paso vivo para destrenzar la barriga y aflojar las sienes, pues este diciembre de comidas, copas y cuchipandas está siendo demasiado duro.

La pasada noche fue la cena de la peña de amigos, que nos encontramos los segundos jueves de cada mes (¿por qué esa fecha?) desde 1985, y aún resistimos en ella a pesar de tantos estómagos maltrechos y los muy cambiantes humores de unos y otros. Fue en el restaurante El Llar (Fernández de los Ríos, 9, Madrid), un antiguo asturiano de fabadas feroces y exquisitos pixines entonces, y hoy de la mano de Hilario, un portugués que parece no haber roto un plato jamás y que creo que es del Madrid. Croquetas, ensalada mixta tapada con ventresca corriente, huevos rotos del montón aunque, eso sí, con patatas correctas, buena merluza frita, vino de Rioja apretado y sin restricción, y la condición inexcusable de que esa noche sólo puedes hablar con el que tienes al lado y enfrente (este con esfuerzo), pues el ruido es el denominador común incluso disfrutando del reservado.

Pero al mediodía había sido la comida de la empresa. Santa Rita (Santa Feliciana, 16, Madrid) se llama el restaurante. Abrió este verano y parece ir bien. Se trata de una braseria con platos inspirados en la cocina vasco-francesa, en ocasiones exquisitos. Pero en estas fechas -aquí como en la gran mayoría de restaurantes-  no lo son. ¡Bastante tienen con que casi todo le salga correcto con el trote que damos a cocinas y camareros! (Algún día contare por qué baja la calidad y el servicio en estas fechas). Tienen una ensaladilla rusa para recordar y una atención encomiable, aunque la bodega es demasiado corta.

Claro que la noche anterior había cenado con un nutrido grupo de viejas glorias en pasadas guerras en un club privado de la Plaza de Santa Ana cuyo nombre no recuerdo ahora (espero que salte del bombo de mi cabeza antes de que ultime este repaso mínimo de zampadas y flatos). Aquello parece un club de tíos antiguos que resistieran en pie, nadie sabe como, después  de muchos años de guerra y centenares de noches de bombardeos. Una escalera desangelada, turbia y laureada con desconchones mil, se abre desde sus cinco o seis entreplantas a amplísimas salas que bien pudieran servir para ensayar bailes o almacenar añejos atrezzos de teatros costumbristas y barrocos ¡Pero nunca como salones de comedor!

Nos dispusieron a la veintena larga de viejos gladiadores (incluidos los ingenieros de caminos todos ellos dispuestos en perfecta alineación) entorno a una mesa enorme y rectangular -que más parecía la tarima de un escenario de teatro universitario-  y nos trajeron una serie de pequeños platos que no recuerdo ninguno, a pesar de que aún me molesta la estampa, entre el pálido y el beis, de unas albóndigas de merluza. Lo mejor de todo fue el vino que nos regaló el amigo Rafael. Irving se llama; es un syrac que se hace en la parte más alta de las heladas mesetas granadinas de Baza, y que acabará redondeado en un magnífico caldo así que pasen unos años y las cepas adquieran cuajo.

Ese mismo día había comido en Bienmesabe (Santa Engracia, 72) con mi antiguo y obsequioso amigo Alfonso. Nos había dado por la cosa andaluza y nos pasamos de raciones. Una buena almáciga de boquerones fritos y tiernos taquitos de cazón fueron retirados por la camarera paraguaya con cara de asombro.

Y no sigo. De esta guisa suceden los días en este Madrid, decembrino y prenavideño, de la representación, las costumbres sociales, ja, y el estupido  postureo moderno. Así que los reyes magos se pierdan en la penumbra de la noche del día 7 de enero, legiones de personas abrumadas por el exceso y la culpa llenarán los gimnasios hasta inundarlos de sudor, en tanto que otros miles atascarán las farmacias en búsqueda de cataplasmas que les reparen. El resto nos arrollará de nuevo en las calles con sus carreras alocadas y a deshoras, como he contado con reiteración y lujo de detalles en estos apuntes que nunca quieren alejarse en exceso de eso que llamamos buena vida.

P.D.- Ahora recuerdo el nombre del privado, se llama Club Argo, Plaza de Santa Ana, 7. ¡Joder que lugar!