Almazán se despierta cada mañana entre colinas suaves, con el rumor del Duero acariciando su perfil y el eco de siglos que aún resuena en sus piedras. Situada apenas a 32 kilómetros de Soria, la villa aparece ante el visitante como un libro abierto de historia medieval, donde reposan murallas, palacios, iglesias y hasta los restos de Tirso de Molina, el dramaturgo del Siglo de Oro que encontró aquí su descanso eterno.
Huella de siglos: la historia viva de Almazán
Almazán, en el corazón de Soria y bañada por el Duero, es una tierra única habitada desde hace miles de años. Ya en la Edad del Bronce convivían aquí pueblos de distinta forma de vida: pastores seminómadas y comunidades guerreras, hasta que más tarde llegaron celtíberos y romanos. Sin embargo, la villa como tal nacería en la Edad Media, cuando el río marcaba la frontera entre cristianos y musulmanes. Una torre árabe, llamada al-mahsán (fortaleza), dio nombre al lugar.
Con el paso de los años fue reconquistada y recibió privilegios para atraer población, convirtiéndose en una villa amurallada. Se trató de un lugar activo en ferias, con oficios variados y hasta una influyente comunidad judía. Bajo el señorío de los Mendoza vivió su mayor esplendor, con plazas, palacios e iglesias que aún conservan su huella.
Con el paso de los siglos conoció decadencia y recuperación, pero hoy Almazán mira al futuro apoyada en su agricultura, industria, servicios y un creciente atractivo turístico.
¿Qué ver en Almazán? Un paseo por la memoria de piedra
La vida en Almazán late con fuerza en su Plaza Mayor, una de esas plazas que parecen pensadas para el encuentro, para las charlas lentas y las celebraciones que marcan el pulso de la comunidad. En ella se alzan dos de los monumentos más espectaculares del municipio: el Palacio de los Hurtado de Mendoza y la Iglesia de San Miguel, un binomio que mezcla nobleza y espiritualidad, poder y fe, en un diálogo arquitectónico que lleva siglos presidiendo la vida local.
Vista de la Plaza Mayor de Almazán, corazón histórico de la villa soriana
El Palacio de los Altamira, levantado entre los siglos XV y XVI, habla del esplendor de la familia Hurtado de Mendoza. Quien se detiene a mirarlo descubre la sobriedad elegante de sus dos plantas, con seis balcones que parecen vigilar la plaza. En la parte superior, una galería gótico-isabelina recuerda el tránsito entre épocas, cuando la Edad Media dejaba paso a un Renacimiento que aún hoy deslumbra. Dos fachadas renacentistas, cada una más imponente que la otra, lo convierten en un edificio que no pasa desapercibido. Basta alzar la vista para encontrar el escudo de los Mendoza, orgulloso testigo de linajes y alianzas.
Frente al palacio, la Iglesia de San Miguel se levanta majestuosa. Románica en su origen, del siglo XII, fue declarada Monumento Nacional en 1931. Quien cruza sus muros no solo entra en un templo: penetra en un universo de mezclas y herencias. Su crucero sorprende por una cúpula nervada de inspiración musulmana, que traza una estrella de ocho puntas y conecta mundos distintos en un mismo espacio. En un rincón, una torre adosada esconde una escalera de caracol que parece pensada para perderse entre giros infinitos.
Pero Almazán no se entiende sin sus murallas. Sus defensas, levantadas entre los siglos XII y XIII, aún envuelven a la villa como un abrazo de piedra. Caminar junto a ellas es recorrer siglos de batallas, vigilias y esperanzas. Las puertas conservadas —la de Herreros, la de la Villa y la del Mercado— permiten imaginar el tránsito de mercaderes, soldados y peregrinos.
Al noroeste, el Rollo de las Monjas rompe la monotonía de la muralla con su torreón cilíndrico. Desde allí, la vista se abre al paisaje del Duero, un río que no solo vertebra el territorio, sino que imprime identidad. Recientemente, el Postigo de San Miguel fue restaurado, recuperando una puerta menor que había quedado cegada durante siglos. Hoy, desde su mirador, se contempla un horizonte que mezcla el verde de los campos con el brillo del agua, un espectáculo sereno que invita al silencio.
La Ermita de Jesús, cercana a la Puerta de la Villa, conserva la memoria de la antigua parroquia de Santiago. De planta octogonal, con su portada neoclásica y su sólida torre, parece abrazar el tiempo. La luz entra por su linterna superior, bañando las piedras con un resplandor que recuerda que aquí la fe se une a la tierra, a la comunidad que la erigió.
La Ermita de Jesús en Almazán (Foto: Ayuntamiento de Almazán)
Subiendo hacia la parte más alta, la Iglesia de Nuestra Señora del Campanario se alza sobre una plataforma como vigía espiritual de la villa. Sus tres ábsides románicos se mantienen firmes pese a los siglos, mientras que las transformaciones del XVII le dieron la amplitud de tres naves, todas ellas envueltas en un aire solemne.
En otro rincón, el Convento de la Merced guarda un secreto ilustre: allí descansan los restos de Tirso de Molina, el gran dramaturgo del Siglo de Oro. Frente a su fachada barroca, uno puede detenerse y pensar en cómo un pequeño convento de Almazán conecta con el teatro universal.
El Convento de la Merded (Foto: Ayuntamiento de Almazán)
La villa también guarda joyas del barroco tardío, como la Iglesia de San Pedro, fruto de la unión de dos antiguas parroquias medievales. Su retablo mayor, tallado por Félix Malo, brilla como un tapiz dorado que parece dialogar con quienes se acercan a contemplarlo.
Cuando la tradición se convierte en fiesta
Pero Almazán no vive solo de su pasado monumental. La vida se celebra también en sus fiestas, donde la tradición se convierte en experiencia colectiva. En septiembre, la Bajada de Jesús Nazareno transforma la plaza en un escenario vibrante. Entre cohetes, flores y emoción, la imagen del Nazareno desciende desde la iglesia del Campanario hasta su ermita, sobre los hombros de quienes han pujado por llevarla. Es un rito que mezcla fervor religioso con identidad popular, una procesión que ilumina la memoria de todos los adnamantinos.
La Bajada de Jesús Nazareno en Almazán
En mayo, las calles estallan de color y música con la fiesta de San Pascual Bailón y el Zarrón, declarada de interés turístico regional. Ocho parejas bailan al ritmo de danzas del XVIII, mientras dos figuras grotescas con rabos de zorro —el Zarrón— corretean repartiendo golpes juguetones entre la multitud. La plaza se llena de risas y expectación, y en la casa del mayordomo se sirve la soparra, una mezcla dulce de vino, azúcar, canela y pan que se bebe en colodras artesanales. Es un sabor que no se olvida y que resume en cada sorbo la esencia de la fiesta: tradición, comunidad y alegría compartida.