Madrid, esta mañana, tiene un color de panza de burro. Pero anteayer le pusieron un sol grande y wagneriano al mapa meteorológico de la capital. Lo disfruté sentado en un banco de la Dehesa de la Villa, que, más que un parque, más que un remanso de historia y pinos, es algo así como una Marbella para pobres, solo que sin yates de champán varados en las aceras ni jessicas de morritos de silicona en la proa, ni falta que nos hace, pues los de mi barrio no tenemos intención de salir en las fotos alegres y menopáusicas del Lecturas. De momento.

Por si pudiera ser de interés general, diré que la Dehesa de la Villa está a cinco minutos a pie de mi casa (a ocho si me detienen los cuadraditos que forman señores de rojo en los semáforos). Suelo venir a este locus amoenus municipal, a este Edén de segunda mano, a convalecer de los tubos de escape y de las noticias de la semana. También a desasnarme las gafas con algún libro, a rebañar el silencio —un recurso natural más escaso que el petróleo o que los tomates de verdad— o, simplemente, a deambular por lo poco de naturaleza que nos van dejando los gobernantes y las mafias legales de las constructoras, esos terroristas que perpetran impunemente atentados de fealdad y hormigón y encima cobran por ellos.

Los ecologistas devuelven a los animales heridos, una vez curados, a su hábitat natural; pero nadie devolverá al hombre del siglo XXI, esa otra bestia herida, al suyo, que es el mismo que el de los gorriones y los tigres. Vivir en la naturaleza o, en su defecto, en una casa de dos plantas con aire virginal, árboles y dos o tres ninfas de Garcilaso en la piscina del jardín es un lujo de ricos. Y uno no entiende por qué. Supongo que el derecho a la salud y al oxígeno de la mañana, aún verdeante de encinas y fotosíntesis, nos asiste a todos. Sin embargo, a los pobres, cuando compramos una vivienda, nos quitan el hogar y solo nos dejan un techo con goteras y cuatro paredes. (Y encima tienes que agradecerle al banco el zulo, cuya amabilísima hipoteca heredarán tus nietos).

Y es que cuando el pobre levanta la persiana de su dormitorio para marchar a recibir más latigazos de los que le corresponden por convenio, lo único bonito que ve está a más de 384.000 km de distancia de su casa: la luna. Eso si las nubes o algún alcalde no se la tapan. Ni un árbol, ni un rosal quinqui y callejero, ni siquiera uno de esos yerbajos que unen las grietas de la calzada interrumpen el asfalto o la visión de ladrillos del edificio de enfrente.

Yo creo que si el español pasa mucho tiempo fuera, no es porque le guste la calle, sino porque no está a gusto en su casa. ¿Cómo va a estarlo dentro de esos chiscones con inexistente o tortuosa ventilación, mal aislados del Sálvame de los vecinos y de las temperaturas ciclotímicas de Madrid? ¿Cómo va a ser feliz en esos tabucos unicelulares, serializados y feos, casi sin luz para apresurar la agonía de los geranios? ¿Cómo no va a enfermar en esas viviendas que son un híbrido entre el piso piloto de la caverna de Platón y los aparcamientos subterráneos de Alcampo?

Vitrubio, el tratadista romano, le exigía al arquitecto que, aparte de geometría, dibujo y matemáticas, supiera de filosofía y medicina, pues debía conocer el alma y el cuerpo con el fin de edificar viviendas saludables. Más o menos como hacen tantos arquitectos de hoy cuando proyectan sus minuciosos colmenares humanos, me parece. A los médicos no debería sorprenderles, pues, que aumenten la agresividad en las ciudades, la depresión, los trastornos de ansiedad y otros amenos folclores psíquicos. Lo raro es que no hayamos fundado aún el club de fans de Hannibal Lecter.

Porque una casa no es un lugar. Una casa es, ante todo, un estado del alma, como nos enseñó Bachellard en La poética del espacio. Y una representación simbólica del hombre también: el sobrado (la cabeza), la planta (el cuerpo), el sótano (el inconsciente y lo ctónico). Un piso actual, sin embargo, no se parece a una casa. Es una rebanada de casa, una loncha de paredes y ladrillos. Por si fuera poco, se nos ha negado, además, la amistad de la madera; se nos ha privado de la fraternidad del adobe, que está hecho del mismo barro que nosotros, y se nos ha desposeído, en fin, de la serenidad de la piedra, todos ellos, madera, barro y piedra, elementos naturales. A cambio, al firmar la hipoteca, nos entregan las llaves de un ataúd hecho de pladur, claustrofobia y mucho hormigón de Portland. Y a enfermar convenientemente después. Claro que naturaleza, quietud y casas como Dios manda hay en Zamora, en Teruel, en Guadalajara, en Soria. Lo que no hay es empleo. A ver si una startup de esas inventa el modo de alimentarnos del aire y nos vamos todos de reconquista a la España vaciada.

Todo esto lo tengo muy hablado con mi amiga María Cornejo. María es arquitecta, generosa, expresiva y guapa, y aunque el orden de los adjetivos puede permutarse, el resultado siempre será una mujer que ama su trabajo, consistente en proteger la arquitectura vernácula y en restaurar viviendas antiguas, esas que no merecen siquiera el desprecio de las excavadoras. Pues bien, hechas las presentaciones —aquí, María; aquí, el improbable lector de este artículo—, diré que mi amiga, aunque sabe de sobra las causas, no encuentra ninguna justificación a las aberraciones urbanísticas cometidas desde los años 60 en España. “También educa la arquitectura. La arquitectura también es ética”, dice.

Pero me da a mí que eso de la ética solo existe en las mentes de los dos o tres que aún leen a Spinoza. Vivimos en una pandemia, que no será la última, y se sigue construyendo igual que antes de ella. Menos mal que la salud es lo primero, según cacarean nuestros dirigentes. Entonces, ¿dónde han quedado las recomendaciones arquitectónicas de Le Corbusier para mitigar, como él hizo en su tiempo, los estragos de la tuberculosis? ¿Por qué no se lleva a cabo algo similar con el coronavirus? La estrecha relación entre arquitectura y enfermedad la ha investigado —y demostrado— la catedrática de Princeton Beatriz Colomina en su interesantísimo ensayo Arquitectura de rayos X.

Me levanto del banco silboteando el “Nessun dorma” de Turandot. Afortunadamente, en la Dehesa de la Villa no hay casas. El sol avanza ya hacia el hospital Jiménez Díaz, unos cuarenta centímetros a la derecha del pino que ahora tengo delante. Contemplar los pinos, estos pinos de la Dehesa —muchos de los cuales se plantaron durante el reinado de Isabel II— es mi manera de hacer yoga. Claro que poco hay que contemplar, porque a casi todos los mutiló Filomena, esa borrasca con nombre de presentadora televisiva del Peloponeso, y lo malo es que no tendré vida suficiente para ver el bosque como estaba antes de que lo desgraciara la nieve.

Un perro levanta con su carrerón de ladridos una andanada de palomas, que vuelan en dirección a la A-6. La Dehesa —nostalgias de previejo aparte— no es lo que era. En tiempos hubo aquí muchos animales. Tantos, que los niños tenían que trepar a los árboles perseguidos por las ardillas. Después externalizaron a casi todos —a los animales, no a los niños— y hoy trabajan en Walt Disney haciendo de leones o de panteras o de lo que les va saliendo. España nunca ha respetado la inteligencia de las ardillas, bueno, la inteligencia en general.

Lo que sí queda de antaño es una pequeña cooperativa de eucaliptos, cuyas hojas, cuando rapea el viento en ellas, hablan en galaicoportugués, como Martín Códax, y susurran a las retamas y a los piornos y a los almendros morriñas del mar. Y están también las flores de los jarales, con su perfume blanquísimo y arrugado. Y los búnkeres de la guerra civil. Y las antiguas trincheras republicanas, hoy reconvertidas en bancales donde se amontonan chumberas, jubilados y plantas aromáticas. Y hay también un albaricoquero que me recuerda al que tuvimos nosotros en el patio de la casa del pueblo. Este de la Dehesa lo debió de plantar algún pensionista de los que frecuentan el Cerro de los Locos, gracias a los cuales se mantiene este pinar por el que pasearon los personajes de Baroja y caminó Largo Caballero, que tuvo casa —aún existe— en una de las calles cercanas que lo delimitan.

Salgo de la Dehesa y dejo atrás el Giner de los Ríos, el cuartel de la Policía Nacional, la panadería donde compro el sol en forma de hogaza. Continúo estropeando el “Nessun dorma” cuando introduzco la llave en la cerradura.

Vivo en la casa que aún no he encontrado.