La pasada semana quedaba visto para sentencia el juicio contra el Fiscal General del Estado por delito de revelación de secretos, un hecho absolutamente inaudito en nuestra historia judicial que marcará, sin duda, un antes y una después.
Ese “visto para sentencia” no es una mera fórmula de estilo, es el pistoletazo de salida que marca el inicio del cómputo del plazo para dictar sentencia, si es que el plazo existe. Porque el tiempo en que debería dictarse una sentencia no es un plazo como otros plazos procesales, que determinan, en caso de no respetarse, la inadmisión del escrito o documento de que se trate. De hecho, la ley establece que la sentencia en el procedimiento abreviado -procedimiento por el que se siguió este juicio y la gran mayoría de los que se celebran en nuestro país- es de cinco días, es que no se ha dictado in voce, pero es un plazo que, obviamente, no se puede cumplir cuando se trata de procesos especialmente complejos. De la misma manera que, aunque se llame “abreviado”, es un proceso que de breve no tiene nada, como no lo tienen de “especial” frente al procedimiento ordinario, porque es el más frecuente frente al poco ordinario del así llamado.
Pero más allá de paradojas legales exquisiteces lingüísticas, lo bien cierto es que esa frase, “visto para sentencia”, es la que en todos los juicos marca el inicio del tic tac del reloj para la finalización del pleito mediante una resolución definitiva, que no firme, porque “firme” significa en Derecho inatacable porque ya no cabe recurso contra ella.
Y ahí es donde nos encontramos ahora. En ese compás de espera de una resolución que finalizará, al menos por el momento, el proceso más inaudito que hemos presenciado -y que espero que presenciemos- en nuestra historia jurídica.
La pregunta del millón, en este caso, es evidente. ¿Cuánto pueden tardar en dictar esta sentencia? ¿Y de qué depende cuál sea ese plazo? La respuesta, desde luego, no es fácil. Depende de la profusión de cuestiones que en este caso hay que analizar, de la exclusividad o no de quienes tengan que dictarla, y, muy particularmente, de si hay unanimidad o discrepancia, y, en ese caso, a qué cuestiones afecte. Porque, como es sabido, las sentencias en los tribunales colegiados, como es el caso, se redactan por el magistrado o magistrada ponente que, según dice la ley “expresan el parecer del tribunal” tras la correspondiente deliberación. Además, en el caos de discrepancia de uno de los miembros con el parecer mayoritario del tribunal, tiene la opción de formular un voto particular, algo que ya ha ocurrid en un momento procesal anterior en esta causa.
Así que ahí estamos. En un punto que jamás hubiéramos imaginado y al que no deberíamos haber llegado: esperando si recae una sentencia absolutoria y condenatoria contra el Fiscal General del Estado. Esperemos que el tiempo no se convierta en otro instrumento que pervierta este asunto. Y eso sin olvidar que, una vez recaída la resolución, es probable que no alcance firmeza porque alguna de las partes recurra. Y en ese caso, volveríamos a empezar este proceso que nunca debió existir.
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