Hay veranos que se sienten largos como una vida entera. Veranos que llegan y arrasan con todo como un vendaval. Lo hablaba hace poco con mi hermano Jonathan mientras compartíamos unas cervezas -donde siempre se producen las conversaciones de verdad-, y llegamos a la misma conclusión: este ha sido el verano en el que, sin quererlo, crecimos. Nos hicimos mayores, dejando atrás lo que fuimos para ser, de alguna manera, otros.

Las tardes ya no son las mismas cuando las conversaciones con tus amigos de toda la vida ya no versan sobre lo que harás mañana, sino lo que hiciste hace diez años. Nos dimos cuenta, entre risas nostálgicas, de que ya no somos los mismos. Que nuestras conversaciones han cambiado. El trabajo (precario) y la (no) vivienda copan una gran parte de nuestras tertulias. La parte buena es que siempre nos quedarán -al menos hasta que las rodillas nos aguanten- los amaneceres en Madrid después de una buena rave y el fútbol.

Pero, por suerte, todavía seguimos encontrando caladas de oxígeno para escapar de esta realidad que nos consume. Una ternura y un cariño nuevo, que viene de haber compartido tantas cosas, de saber que, aunque las vidas nos han llevado por caminos distintos, seguimos siendo los mismos en lo esencial. Y en esas tardes de risas, también sentí algo nuevo: una pequeña tristeza, una nostalgia por quienes éramos antes. Nos hicimos mayores, creo, cuando nos dimos cuenta de que las amistades también cambian. Algunas siguen, otras se desvanecen (hasta las que veías imposible), pero todas, de alguna forma, se transforman.

El amor, bueno… me dejó lecciones que no quería aprender. Este fue el verano en el que descubrí que el amor no siempre es suficiente. Que, por mucho que quieras a alguien, no puedes retenerlo si ya no está destinado a quedarse. Quise ser fuerte, fingir que no me dolía, pero la verdad es que me rompí. Este verano me di cuenta de lo frágiles que somos cuando amamos, de lo expuestos que quedamos. Y entendí, aunque me costó aceptarlo, que mostrar esa fragilidad no es debilidad, es lo que nos hace humanos. Porque ser vulnerable, permitirte sentir, es la única forma de amar de verdad, aunque duela. Nos hicimos mayores cuando comprendimos que el desamor es parte del viaje, y que no siempre se puede arreglar todo, por mucho que lo intentemos.

Respecto al trabajo, sigo manteniendo que el periodismo es una estafa piramidal y que lo importante de esta vida es lo que ocurre fuera de nuestro horario laboral. Al menos me queda el consuelo de que tengo a mi lado un grupo humano brutal y unos camaradas por los que iría a la guerra como buen masón. Salvo clausulazo injustificado en el Míster. Nacho, prepárate que Lamine solo tiene un dueño. Segundo aviso.

Y luego está la familia. Este verano miré a mis padres de una manera diferente. Ya no eran esos adultos invencibles que siempre estuvieron ahí, sino personas con sus propias debilidades, envejeciendo y apagándose delante de mis ojos. Ver envejecer a quienes siempre te cuidaron te obliga a aceptar que la vida sigue, incluso cuando no queremos. Siempre pensé que ellos estarían ahí para cuidarme, pero ahora me doy cuenta de que pronto seré yo quien tendrá que cuidar de ellos. Y no estoy seguro de estar preparado para eso.

Y entonces, en medio de todas estas emociones, me encontré preguntándome: ¿hacia dónde voy? Siempre he querido tenerlo todo claro, saber cuál es el siguiente paso, planificar cada detalle. Pero este verano me di cuenta de que no tengo ni idea. No sé cuál es mi rumbo. El miedo al futuro se ha convertido en un compañero constante. ¿Y si no logro lo que quiero? ¿Y si el camino que elijo no es el correcto? Y aunque todo esto suena doloroso, hay algo de paz en aceptar que así es la vida. Nos hemos hecho mayores, sí, pero también más humanos, más conscientes de lo frágil y hermosa que es la existencia.