Una sonrisa también es una caja fuerte que guarda un secreto. Tere Guerra tiene uno. Un secreto que casi nadie conoce. Tere Guerra es un ángel. Ese es su secreto. Un ángel que vive en una silla de ruedas. Renunció a mostrarme las alas porque, a pesar de todo, no las necesita. A ella le basta con la sonrisa, el ordenador y un dedo de la mano derecha para volar. Tere Guerra es la única propietaria de un mundo en que la felicidad no lleva IVA. Con sus calles, sus parques, sus nubes, sus comercios, sus pasos de cebra y dos minuciosos etcéteras más. La capital de ese mundo es su sonrisa.

Tere Guerra nació con parálisis cerebral hace cuarenta años en Sogo, una pequeñísima aldea de la comarca zamorana de Sayago donde, hoy, salivan nostalgias de tiempos mejores apenas tres docenas de personas. A veces, menos incluso, cuando, en los eneros introvertidos y despoblados, acampa allí un silencio de nieve.

Pero ahora es aún verano. Y justo al principio del pueblo, poco antes de que la carretera se llame plaza, hay una vivienda pintada de amarillo. Detrás de ella, tierras cultivadas. Más allá, un horizonte gregario y kilométrico de encinas. Indiferentes al calor, los vencejos hacen turismo gastronómico a cien insectos por hora en el cielo de campanas de Sogo.

Tere Guerra está sentada en el sofá de su salón. Su amigo, el etnógrafo y escritor local Ramón Carnero, que traducirá a palabras los balbuceos de Tere, nos presenta. Qué sonrisa blanca de azucena intacta. Qué música en sus dos anzuelos de cristal como manos. Sin cesar de moverse, revirando el cuello y los dedos, Tere redondea los labios para construir una palabra. Pero, al final del trabajo, solo un grumo que significa “bienvenido” sale de su boca. Y otra vez, sin necesidad de intérprete, la sonrisa blanca de azucena intacta.

Debido a su discapacidad, irreversible, Tere vive dentro de un cuerpo que es un relámpago. Los espasmos que la sacuden menudean si está nerviosa. Y ahora lo está. O lo parece. Se emociona al señalar, apoyadas en el respaldo del sofá, sus tres novelas autobiográficas hasta la fecha: Al otro lado de la ventana, La ironía de la libertad y Más allá del físico, esta última recentísima. Ramón Carnero la mima, le susurra, la calma. Es él quien, además, corrige los textos de Tere antes de entregarlos a la imprenta. Representa para ella lo que Gordon Lish para Raymond Carver: un demiurgo. No es fácil, pues, determinar dónde concluye Tere y dónde principia Carnero. Poco importa en realidad, porque aunque las llamas puedan ser de este, el volcán pertenece a la novelista. El volcán y el mundo que ella crea con solo un dedo de la mano derecha, pues escribir un párrafo en el ordenador le exige varias horas. “A cambio”, sonríe, “esa lentitud me permite pensar bien lo que quiero decir”.

A Tere Guerra la vida se le puso patas arriba mientras nacía. Venía de nalgas, como dicen las abuelas. La cabeza no terminaba de salir. Finalmente, al borde de la asfixia, amoratada la cara, bamboleante el cuello como un muelle roto, el bebé irrumpió en las manos del médico. Pero el daño ya se había producido. La falta de oxígeno en el cerebro condenaría a Tere, ángel sin alas, amapola sin cielo, a vivir para siempre en un metro cuadrado: el que ocupa su silla de ruedas. “Cuando nací, Dios estaba de vacaciones y en su lugar había dejado la mala suerte”, ironiza en Al otro lado de la ventana. Al menos la parálisis cerebral no le afectó el juicio. De hecho, su inteligencia natural, que apenas ha pasado por el alambique modorro de los planes de estudios españoles, apabulla. De ahí que no se resigne. Que no se calle. Tere es una indignada en prosa. Por ejemplo, no comprende que, en plena posesión de sus facultades mentales, la pensión de invalidez no esté a su nombre y se le impida cobrarla a ella misma en el banco. Debe hacerlo su madre, una septuagenaria con problemas cardiacos, con quien vive en Sogo, si bien quien atiende a la escritora es la mujer de su hermano. “¿Es que tengo menos derechos por tener el culo en una silla de ruedas?”, clama. Tampoco concibe que deba renunciar a sesiones de logopedia y fisioterapia, que podrían mitigar los síntomas de la enfermedad, solo por vivir en un pueblo. Pero si Internet apenas llega allí, ¿cómo lo va a hacer una ambulancia estatal? Y contratar una privada hasta Zamora sale carísimo. El Estado te da cuatro perras, si tienes suerte, y allá te las compongas tú. Eso es todo. ¿Dónde se han ido los dineros de los españoles? ¿Dónde los derechos de los discapacitados? ¿Qué será de ella cuando su madre y su cuñada falten? ¿Qué hacen los gobernantes? ¿O es que están demasiado ocupados sirviendo a los ricos?

De esta rabia precisa y legítima, de las múltiples tereguerras que no fueron, de un estambre de sol tras la tormenta, de una ardua excursión de solo un kilómetro a un viejo puente aldeano, de una mente libre en una silla de ruedas, tratan sus novelas. Lúcida y serena, incapaz de construirse mentiras, Tere vive a la intemperie con sus cuarenta años y dos o tres certezas. Una de ellas es que, probablemente, según dice, nunca recibirá una rosa de amor. Ojalá un mensajero de Seur le lleve cualquier atardecer de estos una floristería entera. Ojalá. Por mi parte, solamente una cosa le pido a los dioses prerromanos de Sogo: que la sonrisa de azucena de Tere dure más que estas palabras.