Lo que algunos ignorantes llaman “tradición y cultura”, refiriéndose a la macabra Fiesta del toro de la Vega , no es otra cosa que cientos de hombres a caballo lanceando sin compasión a un toro acorralado, hasta que uno de ellos, el “vencedor”, consigue darle muerte tras haber sido sometido a esa larga agonía. Es el placer de matar, es la satisfacción por causar dolor. Es la crueldad, la barbarie y el macabro divertimento que sienten algunos desalmados por torturar y asesinar a una vida.

Decía Schopenhauer que “el hombre ha convertido el planeta en un infierno para los animales”, y decía el político inglés Joseph Adisson que la benevolencia y la ética verdadera se extienden a través de toda la existencia, y contienen la compasión ante el sufrimiento de toda criatura que siente. Todos los mamíferos (especie evolutiva de la que formamos parte) tienen exactamente las mismas terminaciones nerviosas y sienten, por tanto, el mismo dolor físico. En cuanto al dolor psíquico, los cerebros mamíferos segregan, ante el estímulo del estrés, exactamente las mismas hormonas y sustancias químicas que segregamos los humanos; es decir, su sufrimiento psíquico y sus reacciones fisiológicas correspondientes son los mismos que en las personas.

La distinción abismal entre el género humano y animal en que nos han adiestrado durante siglos diversas creencias e idearios supuestamente “trascendentes” no es otra cosa que absurdos dogmas producto de la ignorancia y del irrespeto a la vida. Porque la vida es, finalmente, una, que se despliega sabia y exquisitamente en múltiples manifestaciones, cuya armonía y equilibrio los humanos no dejamos de despreciar. El propio ideario dogmático cristiano hace creer a sus adeptos que una supuesta divinidad creó al hombre como “ser supremo de la creación”, y a los animales y la vida natural como algo inferior para su provecho, uso y disfrute. Éste es, quizás, el origen primigenio de la ignorante insolidaridad de muchas personas con los seres de otras especies.

El dolor, el afán de crueldad y la barbarie no pueden, en modo alguno, formar parte de la “tradición”, si no es como restos execrables de salvajismos inhumanos que nada tienen que ver con la cultura, sino con los peores instintos de los hombres. Un país que legitima la atrocidad y el sadismo con los animales no está muy lejos de hacerlo también con las personas.

Si miramos, aunque sea someramente, nuestra historia, nos encontramos con frecuencia con estas mismas pautas en el ámbito humano. Es como si la tortura y la muerte de un animal fuera, para algunos, apetecibles retazos o prevalencias simbólicas de unas acciones que se han repetido demasiado a menudo en nuestro pasado. Y resulta curioso percatarse de que la ideología de los que disfrutan matando con saña a animales suele ser la misma, o parecida, de los que mataban en tiempos pasados, también con tortura y saña, a otras personas.

El toro de Tordesillas, el toro que muere cada año en la Fiesta del toro de la Vega, es una triste vergüenza de España; como los son tantas supuestas tradiciones basadas en la crueldad y el terror. Me avergüenzo, como española, de esa España irracional, totalitaria, cerril, inculta, cruel y cateta que se divierte con la sangre y la agonía, y se mofa del sufrimiento y el dolor de un ser vivo.

Y me viene a la mente una hermosa reflexión de Rafael Fernando Navarro, un buen amigo y también colaborador de El Plural, hombre sensible y sabio, quien hace unos días me decía, al respecto, que “el ser humano no ha tomado conciencia de que su preponderancia monárquica sobre la naturaleza es ilusoria. Somos comunidad con el mundo, fraternidad de vida en el universo, por eso debemos mantener la existencia universal en el respeto y en el amor. De otro modo el mundo acabará extinguido, porque sólo quien ama existe y hace existir a los demás, y el mundo sin respeto y sin amor acabará por no ser nada”. Sabias palabras que algunos, espero que no muchos, nunca entenderán.

Coral Bravo es Doctora en Filología