El consumo masivo de pornografía a edades tempranas está haciendo estragos. Lo principal, y más grave: tratar a las mujeres como cosas de usar y tirar y transmitir una idea del sexo falsa e irreal, según la cual para obtener placer es preciso humillar a las mujeres e incluso despreciarlas. Los expertos han dado la voz de alarma y son muchos los estudios que ya vinculan la adicción de los adolescentes a la pornografía y sus modelos de sexo tóxico al aumento de las violaciones en grupo. Pero con ser este un problema de primer orden, de difícil abordaje por el descontrol de Internet y el acceso de los niños a los dispositivos móviles, también hay otros aspectos lesivos atribuibles a esta tendencia viral.
La pornografía, con escasas excepciones, ignora la práctica del sexo seguro. Más allá de la relajación general en el uso del preservativo o la proliferación de encuentros a través de aplicaciones, resulta determinante este factor cultural y educativo silencioso que está moldeando la conducta sexual de las nuevas generaciones. El aumento de las Infecciones de Transmisión Sexual (ITS) en España, con casos de clamidia, gonorrea y sífilis que se han disparado hasta duplicarse o multiplicarse por diez en la última década, es un grito de alarma que exige una reflexión profunda.
Los datos son elocuentes: las ITS están alcanzando cifras récord, con la población joven y sexualmente activa como la más afectada. Expertos y autoridades sanitarias insisten en la necesidad de reforzar la prevención y el uso del preservativo. Sin embargo, ¿cómo cala este mensaje cuando la principal fuente de educación e inspiración sexual para una parte significativa de los adolescentes y jóvenes es un contenido audiovisual que ha normalizado la ausencia de protección?
La pornografía dominante, de acceso gratuito e ilimitado, se ha convertido en el currículo sexual de hecho para muchas personas. El problema no es el sexo explícito en sí mismo, sino la representación a menudo dañina de las prácticas sexuales que se transmiten:
Es una imagen recurrente: la mayoría de los actos sexuales que involucran penetración no muestran el uso del condón. Este simple hecho envía un mensaje implícito de irrelevancia o incomodidad respecto a la protección, desvinculando el acto sexual de su riesgo biológico inherente.
Al no mostrarse las consecuencias de un sexo sin protección (que son reales y graves, como demuestran las estadísticas de ITS), se contribuye a una peligrosa percepción de inmunidad o invulnerabilidad. Un porcentaje significativo de jóvenes incluso asocia el preservativo con una disminución del placer, un prejuicio alimentado por esta representación sesgada.
Cuando el porno sustituye una educación sexual formal y rigurosa, se perpetúan mitos y se distorsiona la realidad del consentimiento y la responsabilidad afectiva y sanitaria.
La pasividad ante la desconexión entre el sexo en la pantalla y el sexo seguro en la vida real se traduce directamente en un problema de salud pública. El aumento de las ITS no es una casualidad, sino la consecuencia de una cultura de riesgo que se ha incrustado en los hábitos sexuales de la juventud.
Es urgente que las campañas de prevención dejen de ser meros carteles y se involucren activamente en la conversación digital. La educación sexual en los centros educativos debe ser de calidad, crítica y adaptada a la realidad del consumo audiovisual actual, desmontando los mitos y las prácticas de riesgo mostradas en la pornografía.