En política hay figuras asociadas a la esperanza y otras al sufrimiento. Isabel Díaz Ayuso pertenece al segundo grupo. Su forma de gobernar ha instaurado en Madrid un modelo político que, cada vez más, desprecia lo humano cuando estorba a su ideología. Tres episodios marcan esta percepción: la gestión de las residencias durante la pandemia, su negativa a reconocer el genocidio en Gaza, y la devastación de la sanidad pública madrileña. No son hechos aislados, sino el resultado de una manera de ejercer el poder.

Durante la primera ola de la COVID-19, Madrid vivió una tragedia en sus residencias. Miles de mayores murieron sin ser trasladados a hospitales. Aquello expuso un sistema incapaz de proteger a los más vulnerables. El debate sobre los protocolos aplicados sigue abierto, pero el dolor de las familias permanece intacto.

Recientemente, actas del propio Gobierno de la Comunidad de Madrid revelaron que casi el 80% de los fallecidos en residencias no fueron derivados a hospitales. La Comisión por la Verdad calcula que más de 4.000 de los cerca de 8.000 fallecidos podrían haberse salvado. Este dato es demoledor.

Ayuso ha tratado de cerrar este capítulo con argumentos políticos, pero la herida sigue viva. Para una parte de la sociedad, esos días demostraron una falta de humanidad inadmisible. Cuando hubo que elegir entre proteger vidas o defender un modelo económico, se optó por lo segundo.

El segundo episodio es internacional, pero remite a valores universales. En un momento en que gran parte del mundo denuncia la violencia sistemática contra la población civil palestina, Ayuso se niega a reconocerlo como genocidio, a pesar de que distintas organizaciones internacionales sostienen que se trata de ello.

Desde octubre de 2023, más de 20.000 niños han muerto en Gaza, según Save the Children, que también documenta 42.000 menores heridos y 21.000 con discapacidades permanentes. El Ministerio de Salud de Gaza cifra en 18.500 los niños asesinados por los bombardeos israelíes hasta julio de 2025. UNICEF habla de una tragedia infantil sin precedentes en ninguna guerra reciente.

En total, más de 63.000 muertos, 159.000 heridos, dos millones de desplazados —la mitad niños— y un cuarto de millón de personas en riesgo de desnutrición. Barrios arrasados, hospitales en ruinas, familias sin agua ni comida. Ante esto, ¿qué otra palabra se puede usar si no es genocidio?

Sin embargo, Ayuso y su entorno han ridiculizado a quienes condenan esta violencia. En varias ocasiones, se ha cuestionado públicamente a manifestantes y partidos que han expresado su solidaridad con el pueblo palestino. Su gobierno eleva el tono contra quienes denuncian lo que ocurre en Gaza, a menudo con una retórica muy agresiva.

Una comisión independiente de la ONU ha acusado a Israel de cometer genocidio en Gaza. El informe no deja lugar a matices diplomáticos. La realidad es demasiado brutal como para refugiarse en discursos calculados. Para muchos observadores, cerrar los ojos ante imágenes de niños sepultados bajo los escombros es difícilmente justificable desde una perspectiva humanitaria.

El tercer pilar de este patrón es el más reciente y afecta de forma directa a millones de madrileños: la demolición progresiva de la sanidad pública. Según datos publicados hace unos días por La Vanguardia, en Madrid no hay citas para ecografías por bultos en pecho o cuello hasta 2027. Dos años de espera para una prueba que puede marcar la diferencia entre la vida y la muerte.

Quien puede permitirse un seguro privado es atendido de inmediato; quien no, espera. Esta brecha no es accidental, sino el resultado de una estrategia deliberada: debilitar lo público para favorecer al negocio privado.

Cada recorte, cada privatización, cada demora, tiene rostro. No son estadísticas, son personas: diagnósticos tardíos, tratamientos que no llegan, familias que pierden a sus seres queridos por una cita que nunca llegó. Madrid, una de las comunidades más ricas de España, ve su sanidad pública colapsar bajo decisiones políticas que, según los sindicatos, priorizan intereses privados sobre el bienestar colectivo.

Según CCOO, actualmente hay 974.848 personas en lista de espera hospitalaria, 350.000 más que en 2021, lo que representa un aumento del 64%. La demora para una primera consulta con un especialista alcanza los 63 días, un 93% más que hace cuatro años. Las pruebas diagnósticas también tardan más: un 53% de incremento en la espera.

Los tres episodios —residencias, Gaza, sanidad— comparten un mismo patrón: una gestión donde la vida humana queda en segundo plano frente a objetivos ideológicos o políticos. Primero se impone la ideología, luego la propaganda. La vida humana queda al final de la lista.

Ayuso representa un modelo de política basado en titulares, pero con consecuencias reales devastadoras. Mientras el debate gira en torno a polémicas prefabricadas, miles de madrileños esperan una cita médica, miles de familias lloran a sus mayores, y miles de niños mueren lejos sin que ella reconozca su sufrimiento.

Es vital mantener viva la memoria de lo ocurrido en las residencias, denunciar la incoherencia moral de negar un genocidio y señalar el deterioro deliberado de la sanidad pública. No son errores de gestión, sino decisiones políticas que tienen efectos graves sobre la vida de las personas.

La sociedad madrileña tiene derecho a algo más que propaganda. Tiene derecho a una sanidad digna, a un gobierno que no abandone a los mayores ni cierre los ojos ante la injusticia. Y sobre todo, tiene derecho a un liderazgo que ponga la vida por encima de la ideología.

Cada día son más los que consideran que Ayuso gobierna con una frialdad que resulta preocupante. No fue un error en las residencias, no es un malentendido con Gaza, no es un colapso puntual en la sanidad. Es un patrón de gestión que prioriza el cálculo político sobre la sensibilidad social.

Frente a eso, solo cabe alzar la voz, defender lo público, exigir empatía y recordar que un gobierno no se mide por sus eslóganes, sino por cómo cuida a los ciudadanos. Madrid merece un liderazgo comprometido con la vida, la dignidad y la esperanza.

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