Han pasado casi tres años y medio desde que, en marzo de 2016, el voto en contra de Pablo Iglesias y de los restantes diputados de Podemos y de sus diversas confluencias territoriales impidió que prosperara la investidura de Pedro Sánchez como presidente del Gobierno. Es cierto que en 2018 Iglesias rectificó y no solo apoyó la investidura del líder socialista sino que contribuyó a lograr todos los apoyos necesarios -incluyendo, claro está, a todos los de UP- para desalojar a Mariano Rajoy y al PP de la Moncloa. Ahora el líder de UP parece que ha dejado de estar empeñado en repetir aquella desafortunada decisión de 2016, cuando pudo pero no quiso acabar con los gobiernos del PP. Así lo indica su pública renuncia a formar parte de un nuevo Gobierno presidido por Sánchez.

Más allá de las duras exigencias del líder de UP de ocupar personalmente una vicepresidencia, contar al menos con otros dos o tres ministros de su partido de su libre elección y controlar las políticas de comunicación gubernamentales -exigencias sin duda exageradas, y además desproporcionadas porque con la suma de los votos de UP el PSOE sigue sin contar con la mayoría absoluta y requiere el apoyo activo o pasivo de otros partidos-, lo que acabó con la paciencia de Pedro Sánchez es tanto la desconfianza personal que siente por Iglesias como sus recelos de la más que probable deslealtad política, institucional y gubernamental por parte de quien no solo ha dicho y repetido que no se fía de Sánchez ni del PSOE, que requiere su presencia y la de otros miembros de su partido en el consejo de ministros y en otros altos cargos del Gobierno para que éste haga políticas de izquierdas y que sigue manteniendo opiniones que ponen en cuestión la existencia en España de un Estado social y democrático de derecho y que defiende el derecho a la autodeterminación de Cataluña.

Es de una evidencia absoluta que en España no existe una tradición política en materia de coaliciones. Las ha habido, y sigue habiéndolas, a nivel municipal y también en buen número de gobiernos autonómicos, pero no ha existido ni un solo Gobierno de coalición a nivel nacional. Sin duda ha contribuido a ello algo tan simple como el bipartidismo imperfecto en que se ha sustentado nuestro sistema de partidos desde los mismos inicios de la transición, es decir desde hace ya más de cuarenta años. Cuando Felipe González, en una de sus frases para la historia, ha dicho que “hemos pasado del bipartidismo imperfecto al “bloquismo””, resulta que por fin podremos tener un Gobierno de coalición a nivel nacional. Un Gobierno del PSOE, presidido por Pedro Sánchez, en coalición con UP. Pero sin Pablo Iglesias.

Será difícil alcanzar un acuerdo programático entre PSOE y UP que satisfaga no solo las exigencias de estos dos partidos sino que sea asimismo asumible por parte de los otros apoyos necesarios para que prospere la investidura de Pedro Sánchez. Apoyos activos, como los de PNV, Compromís y PRC, y apoyos pasivos, como los de ERC, EHBildu y quién sabe si también de JXCat. Y tras el acuerdo programático deberán acordar también la composición del Gobierno.

En muy pocos días, casi solo en horas, los equipos negociadores del PSOE y de UP se enfrentan a un reto que han pospuesto durante estos últimos cuatro meses, desde que se conocieron los resultados definitivos de las últimas elecciones generales. La obligada renuncia de Iglesias ha abierto la puerta a este acuerdo. Dialogar, negociar, transaccionar y acordar puede y debe ser bueno para todos. Para PSOE y para UP, para los partidos que les den su apoyo activo o pasivo, pero sobre todo para el conjunto de la ciudadanía de nuestro país.

En marzo de 2016 Podemos pudo pero no quiso. Pasados ya más de tres años, Iglesias y los suyos deben plantearse este interrogante: ¿Podemos o Jodemos?