La bondad no es, como nos hacen creer para desprestigiarla y despreciarla, debilidad, sino más bien todo lo contrario. La malicia, la frialdad, la crueldad en realidad no tienen gran cosa que ver con la fortaleza, sino con la inconsciencia, la ignorancia y la malignidad. Porque cuando se llega a conocer mínimamente el mundo se sabe muy bien que no existe esa separación que nos cuentan entre uno mismo y lo otro, uno mismo y los demás. Sin embargo, la actitud solidaria, compasiva y bondadosa posee en sí misma una fuerza inherente a la misma energía que mantiene la vida, y que es capaz de cambiar, para bien, las cosas. Recordemos a Luther King, a Gandhi y a Mandela, por vislumbrar ejemplos y evidencias.

Hace muchos años, en plena adolescencia, tuve un impulso irrefrenable de investigar más allá sobre algo de lo que nos hablaban en la escuela: Pedro I el Cruel. Ese calificativo tan contundente, que le hizo pasar a la historia como un gran malvado, me impactaba por lo elocuente, y me interesaba enormemente conocer el porqué de ese alias. Me compré todos los libros que pude localizar sobre este rey castellano del Medievo; y, por supuesto, encontré las respuestas que saciaron esa curiosidad que provenía de mis infinitas ganas de entonces de querer entender el mundo y a las personas.

Resumiendo mucho, Pedro I sufrió durante años la conspiración de su hermano, Enrique de Trastámara, que soñaba con usurparle el trono; con muchas traiciones, y con ayuda del clero y una parte de la nobleza, lo consiguió en 1369, cuando le asesinó y le decapitó. Paseó la cabeza del rey, clavada en su espada para dejar claro a los súbditos y a los partidarios del monarca recién muerto, que el Trastámara había conseguido finalmente lo que tanto había ansiado, el poder y el trono de Castilla. Lógicamente, los cronistas de la época, auspiciados por el hermano asesino y traidor, le apodaron el cruel, a pesar de que fue un hombre justo, para que pasara como tal a la historia.

Es un hecho histórico muy puntual y muy lejano, pero se puede aplicar a numerosísimos hechos históricos y políticos del pasado y del presente más actual en todas las partes del mundo. Para no irnos muy lejos, me viene a la mente, por ejemplo, la abstención de Vox y del Partido Popular, en la Asamblea de Madrid, que ha impedido que se investigue las órdenes del Gobierno de Ayuso de no derivar a los ancianos enfermos a los hospitales en la primera ola de la pandemia, lo cual concluyó con miles de ancianos muertos. Nada de responsabilidades políticas ante una temeridad que para nada tendría que quedar impune. Pero va a quedar impune. Y, sin embargo, es frecuente escuchar a gentes de la derecha tildar a Sánchez de psicópata, justamente de parte de quienes carecen absolutamente de conciencia y de empatía, al menos en el terreno de la política.

Es de locos. Como es de locos que Pedro I, a quienes sus partidarios llamaban Pedro el Justiciero, por sus inusuales pretensiones de justicia y de paz, pasara a la historia como un criminal, aunque incluso muriera víctima de un crimen. En este ejemplo, como en tantos otros, se puede identificar muy bien la maldad extrema, a la que, allá por los años 50 del siglo XIX, Auguste Morel definió por primera vez como “una degeneración, casi siempre hereditaria, que afecta principalmente a las funciones morales”, y que el mayor experto en este tema, Robert Hare, define como ausencia de empatía, de conciencia y de moral.

Casado ha tildado hace unos días a Sánchez de “no ser una buena persona” porque ha decidido hacer una reestructuración del gobierno, algo que es no sólo lícito, sino deseable en muchas circunstancias, y más en momentos de crisis como la actual. Lo dice quien pertenece a un partido que no condena la dictadura que asesinó o hizo desaparecer a 140.000 personas, que participó activamente en uno de los actos políticos más psicopáticos de las últimas décadas: la destrucción de un país entero, Irak, con más de un millón de muertes civiles, tras el pacto de las Azores y por una inmensa mentira; y lo dicen quienes han bloqueado la comisión de investigación de la muerte de miles de ancianos muertos en Madrid; y quienes tienen la ausencia de empatía, es decir, la maldad extrema, como la columna que vertebra su ideología y sus actuaciones políticas. Es curioso cómo los malvados extremos consiguen aparentar ser las víctimas de sus propias víctimas, lo cual, una vez más, es una de las herramientas de los psicópatas para salirse con la suya. En política tenemos infinidad de casos que confirman ese comportamiento canalla típico de la maldad humana.

Si queremos un mundo justo y en paz hay que poner decididamente la inteligencia al servicio del amor, decía el gran Saint-Éxupéry. Ejercer la empatía, por tanto, ejercer la compasión, la defensa de los indefensos, ejercer la bondad y sacar afuera, sin vergüenza, la sensibilidad que muchos llevamos dentro es un acto de rebeldía, y de valentía, y de amor a la humanidad; y un signo, además, de inteligencia, porque, como dice el filósofo José Antonio Marina, rompiendo falsos, premeditados e infames tópicos, la culminación de la inteligencia es la bondad, y el bueno nunca es tonto.

Coral Bravo es Doctora en Filología