Los políticos se toman un tripi de retórica y, como esos sherpas de Decathlon dominguero, se largan a hacer excursiones por los cerros de Úbeda. Jamás se mueven del sitio, claro, pero creen que dan la vuelta al mundo varias veces removiendo el culo en su escaño esponjoso y Norit del Congreso. Porque un político ni para ni calla. Jamás. En su sangre circulan los hematíes del que le vende un crecepelo incluso a Pocahontas. Su verborrea es la carroña que lo mantiene vivo, como las liebres despanzurradas en las carreteras a los grajos.

Este sentir de que el blablablá de los políticos forma parte del problema y no de la solución se recrudece entre los habitantes de los pueblos. Lo resume bien una viñeta que me enviaron por WhatsApp el otro día. En ella se ve a un abigarrado grupo de políticos y expertos detrás de una mesa de conferencias. Delante de ellos, un auditorio de sillas vacías. El tema de la perorata, la despoblación y las maneras de combatirla.

Y es que el mundo rural duda entre el humor y la resignación. Es verdad que, de cuando en cuando, las gentes del agro enfilan el morro reivindicativo de sus tractores hacia Madrid y agitan pancartas de pan y justicia en la Puerta del Sol, pero los barrenderos las confunden con el papel albal de los bocatas de los guiris y la performance rural termina en el cubo de la basura. O sea, que el ministro de la cosa no les hace ni caso. Ni se lo hará el siguiente, como tampoco se lo hizo el anterior. Pero al menos entrevistaron tres segundos al tío Hermenegildo en el telediario y eso, durante unos días, lo convertirá en trending topic en el bar del pueblo, donde, en vez de idear una estrategia más eficaz para exigir lo que es suyo, los paisanos se dedicarán a cuidar el recuerdo pixelado de aquel día en que la aldea salió en televisión.

La gente del mundo rural es conformista y fatalista. Y en general, me temo, tampoco valora lo suficiente su rico patrimonio etnográfico (conozco a algunos que aprecian más unos pantalones de Zara que un traje regional). Solo se les calienta la sangre de verdad cuando un alcalde, como sucedió en un pueblo de Guadalajara, decide destinar parte de los presupuestos a ayudar a las familias más desfavorecidas en lugar de traer un toro más a las fiestas patronales. O cuando un labrador decide astillarles la cabeza a hachazos a otro porque este le ha ocupado un palmo de tierra de labor. De este fatalismo, de esta ausencia de unión y solidaridad, se aprovechan los poderosos para preterir al mundo rural. Solo cambiarán las cosas cuando un labriego de Galicia, por ejemplo, sustituya los zuecos de madera por un chaleco amarillo.

Y es que, a pesar de toda la palabrería, no hay voluntad de salvar los pueblos ni por parte de los políticos ni por parte de muchos de los afectados. Una de la cada tres localidades con menos de mil almas desaparecerá en los próximos años, según un estudio. Y serán muchas más si no se corrige con urgencia la situación: rebajas fiscales para quienes viven todo el año en los pequeños municipios, traslado de ministerios y organismos públicos a las zonas más despobladas, apoyo a las pymes locales, supresión de las trabas administrativas y económicas a los agricultores y ganaderos primerizos, etc.

¿Se pueden salvar aún los pueblos? Por supuesto. Lo demuestran las Highlands escocesas, en el culo del mundo, donde no solo se ha creado una universidad, sino donde funciona a la perfección internet, y con ella la tele sanidad. El resultado de las políticas estatales, unido a las reivindicaciones locales, se ha traducido en un aumento de casi el 23% de la población rural en el último medio siglo.

Todo lo contrario que en España. Aquí cada vez más pueblos carecen de médicos y de escuelas y de una buena conexión a la red. Ahora bien, mientras la despoblación siga siendo rentable electoralmente, como lo fue el aborto o ETA en tiempos, nada cambiará. Y mientras los lugareños sigan ejerciendo de Paco el Bajo, aquel personaje de Los santos inocentes que decía sí a todo lo que le pidiera el señorito. O el político de turno, o sea.