Las prácticas mafiosas de la FIFA y la corrupción del dinero han posibilitado la celebración de una fiesta del fútbol, como es la Copa del Mundo, en un país como Catar, donde los derechos humanos son un obstáculo para el despotismo de sus dirigentes. Lo siento por España, pero me quedo con el Betis.
Para mí el fútbol es algo importante porque, dentro de él, encontré una religión llamada Real Betis Balompié. Una forma de entender la vida, algo que necesitaba encuadrarse dentro de algún ámbito y se coló por la rendija del deporte rey para ser una institución rebelde y autónoma. El Betis nunca fue fútbol, el Betis es balompié, que para mí es una cosa muy distinta, una especie de mezcla entre el fútbol y la filosofía, entre lo humano y lo divino, entre lo nimio y lo capital. Lo digo siempre: mis dos únicas militancias son mis hijos y el Betis. Por ese orden.
No les mentiré, a mí el fútbol me importa cuando hay once tipos de verdiblanco con las trece barras y me importó hace un tiempo cuando mi hijo lo practicaba en el equipo de su colegio. En aquellas mañanas de sábado en las que lo acompañaba disfruté viéndolo jugar y educarse en valores como el trabajo en equipo, el compañerismo y otras artes que llevan intrínsecas los deportes de contacto y que, no nos hagamos trampas al solitario, son parte de la vida. La tensión, la competitividad y querer ganar, por mucho que lo neguemos, son parte de ese deporte y de la vida, y siempre he sido un firme defensor de fomentarlas, claro está, con límites y las reglas por delante, y sin que las polémicas vayan más allá de lo que ocurra en el terreno de juego. Creo que es más sano enseñarles que, si infringes una regla, pongamos que vas fuerte abajo y zancadilleas, corres el riesgo de que te sancionen. Todo debe quedar en el campo y en el campo hay que competir con inteligencia.
A mí nunca me gustó jugar, siempre fui más de rugby, atletismo y todo lo que estuviera relacionado con el mundo del caballo. Sin embargo, de una manera colateral, amo el fútbol por mi hijo y por el Betis, y creo en él como cadena de transmisión de valores. En realidad, creo en cualquier deporte como escuela, como libro para la vida, como forja perfecta para el ser humano. El deporte enseña a sufrir, a celebrar, a perder, a ganar, a respetar. Por eso, me produce tanto asco ver cómo la competición deportiva más famosa y esperada, se está celebrando en un sitio donde valores como la empatía, el decoro y el respeto brillan por su ausencia.
Me abochorna ver cómo por dinero los señores de la FIFA han decidido prostituir los valores del deporte, probablemente, con más seguidores del planeta. Un país, por más dinero que tenga, que escupe sobre los derechos de los homosexuales y que trata a las mujeres como objetos, jamás debería poder albergar un evento deportivo, pero ni el Mundial ni una liguilla de cuarentones divorciados. El mensaje que se le está enviando a los millones de niños que hoy se pegan al televisor para ver a sus ídolos es un mensaje nefasto, un mensaje que es una derrota de los valores del deporte.
Y no, la culpa no la tiene el que va a ver el Mundial, de una manera u otra, todos lo acabaremos viendo por el rito social que supone que juegue tu Selección, el problema es de un organismo que ha antepuesto sus intereses económicos a los intereses de la marca fútbol. Si que digo que hubiera estado orgulloso de mi país y de mi Federación si hubiera decidido que este año no íbamos a participar de este circo hipócrita. Al igual que estaría orgulloso del Real Betis Balompié si decidiese no presentarse a la Supercopa de España. Ya sé que suena a utopía, pero como les he dicho, confío más en el Betis que en el fútbol.