En nuestros días, los golpes de Estado ya no se dan con tricornios. Tampoco con pistolas. Los tiempos han avanzado y todo es más sutil. Basta con el uso de las togas. Este 20 de noviembre, asistimos, por parte del Tribunal Supremo, a un fallo en el que se condena al fiscal general del Estado. Una sentencia que está dictada con sangre desde la Puerta del Sol. Miguel Ángel Rodríguez dijo que Álvaro García Ortiz iba p’alante. Y p’alante ha ido, gracias a cinco magistrados de la Sala II del Alto Tribunal que han sucumbido al poder de las “canas”.
Con su sentencia, el Supremo lanza dos claros mensajes. El primero es que Ayuso es intocable. Tiene impunidad y no sólo ella, sino que también la tienen sus familiares. Incluso para robar. Y, al margen, pone sobre el tapete otro comodín mucho más poderoso. Si al fiscal general del Estado le ocurre lo que le ha ocurrido, ¿qué no le puede pasar a diferentes dirigentes políticos, a diferentes periodistas, a diferentes ciudadanos que sin ser el fiscal se atrevan a hacer oposición – a fiscalizar, valga la redundancia – o incluso a cuestionarse por qué Isabel Díaz Ayuso y su entorno pueden defraudar a Hacienda sin que tengan para ellos ningún tipo de consecuencias?
Lo cierto y verdad es que en esta operación de salvar a Ayuso han caído, en apenas unos años, el (ex) jefe de la oposición Pablo Casado, que simplemente se preguntó si era ético que el hermano de la presidenta de la Comunidad de Madrid, en lo peor de la pandemia por traficar con mascarillas, se llevase comisiones de 280.000 euros. Ahora, el fiscal general del Estado, quien simplemente desmontó un bulo ideado por Miguel Ángel Rodríguez para desviar la atención. Tinta de calamar para ocultar la que era la verdadera noticia: que la pareja de Ayuso dio un pelotazo brutal, también con material sanitario e incluso defraudó a Hacienda más de 350.000 euros.
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