En las páginas de Manu Leguineche, yo continúo oyendo el ruido hípico de la máquina de escribir, al lado del vaso de whisky con que alegrar la crónica, y sigo viendo el humo racial del Ducados de las viejas redacciones, que olían a tinta de fax y a casino de pueblo. Y oigo también la burla atroz y cariñosa gritada al colega por encima de la Olivetti, con el humo azul del cigarro subiendo entre los ojos enrojecidos y la frase que galopa con sus minúsculas pezuñas de metal hacia el final de línea.

Eran los tiempos de vino y rosas del periodismo. A casi todos aquellos profesionales les salían textos con lamparones de bocata de calamares, más o menos como exigía Neruda que debía ser la poesía. Y muchos hacían eso, poesía, porque la poesía es mostrar el mundo tal cual es y no como los poderosos quieren que se muestre.

Pienso, por ejemplo, en aquella generación del 27 del periodismo que se reunió en torno a Delibes cuando este dirigía El Norte de Castilla: Jiménez Lozano, Umbral, Leguineche, Martín Descalzo, César Alonso de los Ríos. Luego el periodismo fue devorado y somatizado por las grandes empresas, y hoy mayormente somos tecnócratas de la información y profesionales del ruido que solo escribimos de politiquerías y de los escotes labriegos de la Pedroche.

Leguineche, en cambio, solo se sentía periodista poniendo su máquina de escribir al servicio de la gente común y no al servicio de un consejo de administración. Sin duda porque, mientras estudiaba en la Universidad de Deusto, había trabajado como jefe de hormigoneras y vivido en una chabola de hojalata.

El reportero vasco fue un vagabundo para quien el planeta cabía en un sello de correos. Con veinte años, cubrió la revolución de Argelia; después, la guerra de Vietnam, el golpe de Estado de Pinochet, la caída del muro de Berlín, los estragos del Líbano y otros amenos apocalipsis que perduran en la Wikipedia.

Se convirtió en la musa de muchos jóvenes que aspiraban a corresponsales de guerra. Solo que él —a diferencia de algún pérez y otros revertes— nunca presumió de aquellos infiernos. Cuenta Gervasio Sánchez que, siendo casi un muchacho, se acercó con timidez a don Manuel Ángel Leguineche Bollar. El maestro lo midió de arriba abajo y le descerrajó una frase de torero: “¡Llámame Manu, coño!”

Atesoraba miles de sucedidos, pero prefería reservarse el papel de secundario. Recuerdo ahora aquel lance —tan pastoreado por artículos y homilías académicas— en el que un mono se le comió el pasaporte en Tailandia y él se plantó con el macaco en comisaría.

Leguineche escribía austero y franciscano. No adjetivaba con demasiada originalidad. Y, cuando se ponía en plan Borges, se le notaban demasiado los esfuerzos por buscarle una señorita de compañía al sustantivo. Daba la impresión de ser un escritor con oficio al que le costaba el oficio de escribir. Y, aun así, dejó dos folios de bibliografía. Suficientes para amurallar Bilbao con sus textos. Yo creo que el mejor retrato que se ha hecho del periodista vasco lo trazó él mismo al hablar de Kapuscinski, de quien elogió su modestia, la difícil sencillez de su escritura, su capacidad para ver lo que otros no veían.

Ambos reporteros se entregaron a los placeres de la soledad. Leguineche, que era un monje sin maitines, encontró su monte Athos en la Alcarria de Guadalajara, entre el silencio de los encinares y el carácter amable de sus vecinos. No es difícil de comprender. La Alcarria es la quietud en medio de la turbulencia, el reposo en medio del caos: un nirvana rural. En su finca de El Tejar de la Mata, sin agua corriente ni luz eléctrica, Leguineche conversaba con lo callado. Allí redactó su —para mí— mejor obra, La felicidad de la tierra, que es el Walden que habría escrito Thoreau de haber vivido en la Alcarria.

En fin, si santa Teresa se pasó la vida fundando conventos, a Leguineche le dio por fundar agencias de prensa: Colpisa, Cover, LID (Línea Independiente para Diarios), Fax Press. En todas dejó sus señas de identidad, pues era mucho Leguineche para resignarse a ser un Manu cualquiera. Murió en el mismo hospital en el que pronto me inyectarán la segunda dosis de Pfizer. Le otorgaron importantes y monótonos premios, pero tal vez ninguno como la paz que recibió en El Tejar de la Mata, primero, y finalmente en Brihuega, su última casa.

Y hacia allí voy ahora. Salgo de la A-2 y, un par de rotondas después, enderezo el volante en la recta que une Torija con “Bryuega”, según se la nombra en la Estoria de España de Alfonso X el Sabio.

Es esta una carretera que discurre entre encinas y campos de pan llevar. En el cielo de junio, nubes de un gris pasmarote. Trescientos metros más allá del parabrisas, un águila perdicera sostiene entre las garras al ciervo que salta dentro del triángulo rojo de la señal de tráfico. Al pasar junto a ella, el ave emprende un vuelo frondoso y wagneriano. Poco después, llego a la curva Hemingway, “la más peligrosa del mundo”, según el narrador yanqui, que se vino del madrileño hotel Florida con un lápiz y una botella de ginebra a cubrir la batalla de Guadalajara, en cuyas trincheras también estuvieron Martha Gellhorn —mucho mejor cronista que Hemingway, al que ella llamaría ese—, John Dos Passos y Saint-Exupéry.

Siempre que tomo esta curva con forma de V invertida, pienso en aquel combate de marzo del 37 que frenó a las tropas fascistas en su avance a Madrid. En estas soledades, en el cercano palacio de Ibarra, se enfrentaron el batallón Garibaldi —integrado por italianos que acudieron en defensa del gobierno legítimo de la República— contra sus compatriotas del Corpo di Truppe Volontarie —formado por soldados regulares de Mussolini y camisas negras—. Después de nueve horas de lucha, Brihuega volvió a ser republicana. Los fascistas que no murieron se escondieron en tinajas de vino o huyeron en tropel. El poeta cenetista Antonio Agraz resumió así el desastre italiano en Guadalajara: “Bergonzoli, sin vergüenza, / general de las derrotas, / si quieres tomar Trijueque / con los bambinos que portas, / no vengas con pelotones. / ¡Hay que venir con pelotas!”

Aparco el coche bajo los plátanos del paseo de María Cristina, casi enfrente de la puerta de la Cadena, que abre su arco mínimo y triunfal en un lienzo de la muralla. Bajando por la calle Mayor, llego a la plaza del Coso. Me siento en la piedra de una de sus dos fuentes, de las que mana un agua optimista y neoclásica, y enciendo un cigarro. Alrededor, familias con su prole de chicle y patinete. Visitantes que comparan el ayuntamiento del folleto turístico con el de verdad. Adolescentes de ortodoncia y selfi delante de la antigua cárcel que ordenó construir Carlos III. Ancianos disputándole el sol a las lagartijas en los muros de las cuevas árabes. Niños que juegan a descalabrar las farolas a balonazos. En fin, tumulto y junio.

Tiro la colilla en una papelera y reanudo la paseata. Brihuega, lo compruebo una vez más, es fuentes y jardines. Y también viviendas de portalones adintelados que fueron edificadas en el siglo XVIII con gruesos muros de mampostería y reforzadas con sillares en los vanos y esquinas, lo que les otorga una gran hermosura y solidez. Y así es como, sin urgencia, entre el perfume embelesado de los tilos en flor, me detengo frente a la casa de Manu Leguineche. Esta se acurruca al lado de la puerta del Juego de Pelota, en un extremo de la plaza bautizada con el mismo nombre del periodista, donde hay varios plátanos y setos de boj que cercan el césped británicamente recortado. La vivienda está deshabitada. Lo que no sé es cuánto tiempo llevará así. ¿Desde la muerte del escritor, tal vez?

Pasa un grupo de turistas. Después, poco a poco, el silencio va regresando a los plátanos. Pero ya no es el silencio de antes. Es otro silencio. Entonces me aproximo a la puerta de madera. Y llamo. Juraría que se acercaron pasos en la casa vacía.