Que la vida es un juego, Zé, y vosotros sois unos dengositos y criqueros. Que por cualquier broma os quejáis y ponéis la voz en la techumbre árida de los cielos de agosto. Porque dime tú, Zé, qué importancia tiene que un youtuber que se gana el pan con el sudor de sus gilipíxeles separe dos galletas y sustituya la crema del interior por pasta dentífrica y alimente con hidratos de carbono y un poquito de flúor a un compañero tuyo, a un indigente, a un paria de cinco tenedores que vino a España huyendo de la dictadura de Ceaucescu, que algo habría hecho, digo yo.

Sé sincero, Zé, y dime qué importan una gastroenteritis, una diarrea, unos vómitos más o menos en la biografía de tinieblas de ese mendigo, uno de tantos, uno de los más de cuarenta mil pobres de solemnidad que pueblan los callejones de esta España neomiserable con olor a orines y a ladrillo. Que es que no se os puede dar de comer, oye. Que os sientan mal hasta las galletas. Es mejor, pues, que sigáis viviendo del aire, del aire hipercalórico y espeso de los diéseles de Barcelona o Madrid, mientras meditáis en la posición del loto detrás de vuestros currículos escritos en un cartón con faltas de ortografía hambrientas.

Pero es que, para colmo, Zé, tu colega, un rumano que domicilia su tetrabrik de morapio peleón a las puertas de un Lidl catalán, denunció o algo así al virtuoso y caritativo youtuber. No sé si sabes que, aparte del banquetazo de flúor, le entregó veinte euros por permitirle grabarlo y hacerlo famoso en Internet. Vuestra ingratitud, Zé, es asombrosa. Por eso una alcaldesa del PP demasiado amiga de la pureza y del darwinismo social lanzó un eructo honorable, o sea, una orden municipal, y os expulsó de las calles de pitiminí de Madrid y os negó para siempre la siesta a la sombra del oso y el madroño. Y no porque afearais los escaparates de las joyerías y ahuyentarais los bolsos de las señoronas de visonazo y American Express, ya te digo, sino porque no dabais las gracias a los turistas y a los aficionados del PSV Eindhoven, que os engordaban con unas monedas vuestra nómina de vasito de plástico, las suficientes, reconócelo, Zé, para dar la entrada de un BMW Serie 3, si no os gastarais todo el pastón que recibís en vino y en rotuladores para pintarrajear de mala sintaxis, encima, vuestros carteles pedigüeños.

Me río, Zé, por no llorar. Ironizo, Zé, por contener mejor el asco después de enterarme de lo del flipadín ese, lo del niñato de YouTube, a quien la juez debería haber pedagogizado con un azumbre de aceite de ricino, solo para que se metiera un ratico en el pellejo del mendigo rumano y contara después, en su didáctico canal de estupideces y pampringradas, qué se siente cuando el alma se te escapa tripas abajo. Pero su señoría se conformó con retirarle el pasaporte al mozalbete y dejarlo en libertad bajo fianza de dos mil eurejos. Vamos, que todo quedó en polvo, en sombra, en humo, en nada. En un vete en paz y no peques más, como farfullaba el cura de la catequesis detrás de la celosía de su confesonario de halitosis y sueño.

Ya ves, Zé, que, en este país de erratas, en este zoco donde perdura el rebuzno patriotero y visigótico —España para los españoles, España sin inmigrantes ni mendigos—, sale gratis vejaros, humillaros, escupiros, ofenderos, apalearos. Incluso prenderos fuego dentro de un cajero de banco, como herejes arrojados a las llamas glaciales y teológicas de un capitalismo canalla que os desprecia, sale gratis. En vista de semejante percal, ha tenido que ser Podemos —y no el PP de Pablo Casado el Viejo ni la Iglesia de los monseñorísimos— quien ha propuesto incluir la aporofobia o rechazo al indigente como agravante en los delitos de odio. Bien está. Pero se debe ir más allá y acabar con lo que lo origina: el hambre y la falta de unos metros de tierra a los que llamar hogar, que pan hay para todos, incluso para los ricos que se lo comen, y mucho ladrillo vacante en manos de los bancos y los fondos buitre.

Hoy me he acordado de tu casa laboral, Zé, que es la dura intemperie madrillí de la calle Preciados. El mismo domicilio social de tantísimos de tus colegas de esperanzas muertas. Diógenes, el filósofo cínico, el mendigo universal, al menos tenía un tonel donde tomar el sol de Atenas, que ni siquiera Alejandro Magno logró arrebatarle. Muchos de vosotros, nada. Ni siquiera una cerilla para calentaros las manos de escarcha y uñas moradas en enero.

 Zé, tú sabes mejor que nadie que basta un parpadeo para que el mundo se te salga de foco. Ni una carrera universitaria ni un buen trabajo te protegen de la ruleta rusa que es el vivir. Las fronteras no son fijas como en los estantes de los supermercados. Las fronteras entre el bienestar y la pobreza son lábiles, hechas de agua. Eso fue lo que aprendí cuando, hace ya algunas lunas, conviví con vosotros para realizar el reportaje que me encargó un suplemento dominical. Ni alcoholismo, ni drogas, ni otros pecados originales os habían conducido más allá del edén. La mayoría de las veces, Zé, solo mala suerte y movidas familiares. Como en tu caso. Encendiste tu historia en el pitillo que te ofrecí antes de que regresaras al albergue, ¿te acuerdas?, y en un español perfumado de saudades y lusismos, me contaste que en aquella maleta estaba toda tu vida. Te robaron cuarenta y ocho años de golpe en un bar del Algarve, una comarca portuguesa que este verano, Zé, no sé si lo sabes, arde por los cuatros costados, indigente e indefensa. Volvías a tu país después de haber trabajado durante una década como albañil en Stuttgart. Y, de repente, todo desapareció.

Después, comenzaron a encadenarse las desgracias, hasta que una última calamidad acabó de postrarte. La mujer con la que compartías tu cama, aunque no tus sueños, retiró todo el dinero de vuestra cuenta conjunta de Alemania. Te quedaste en la miseria, tío. Y aunque me explicaste que tu familia sabe de tu situación en Madrid, procuras no pedirles nada. Prefieres recorrer las calles suplicando una limosna, un trabajo que nunca llega. Tienes casi cincuenta años, Zé, y eres ya viejo para este mundo de mierda en que ni los jóvenes sobreviven.

Y, aun así, me dijiste, eres optimista. Blacky, tu camarada, tu compañero, tu perro lobo, pareció solidarizarse contigo y emitió un gañido, lo recuerdo bien. No sé por dónde andáis. No he vuelto a verte por Preciados ni por el bareto de Tirso de Molina donde te fiaban. Pero sé que, estéis donde estéis Blacky y tú, mañana volveréis a las calles a buscar, hasta la hora de recogeros en el albergue, una maleta que sabéis que no existe. Y, aun así, no te rindas, Zé, mon semblable, mon frère.