Que no llueve y ni los más viejos, aquellos que el 28 de abril votarán otra vez a Azaña, recuerdan ya el frescor de la lluvia. La lluvia es una palabra que deberíamos apadrinar antes de que se nos reseque en el diccionario por falta de paraguas. Porque media España, según los científicos, se nos va a convertir en un desierto antes de que acabe el siglo. Huelva, por ejemplo, será un prólogo del Sáhara. Ese aumento de las temperaturas, unido a la escasez de precipitaciones, como dice Mónica López, obligará a las figurantes del belén viviente a ir en bikini para soportar la canícula navideña mientras le ofrecen al Niño un corderillo de balar árido y amarillento. Cuando esto ocurra, se habrá cumplido lo de que África empieza en los Pirineos. Madrid se transformará en una prolongación climática de Rabat y Carmena vestirá un burka de Gucci. Sustituiremos la sopa de ajo por la bissara mientras nos abanicamos el bochorno bajo los ventiladores bogartianos del café Gijón, que tal vez por entonces se llame Rick’s Café.

El Meteosat profetiza sequía para la próxima quincena, y quién sabe si también para los próximos dos milenios. De modo que, en el caso improbable de que Mónica López mueva su melenita pantene y redicha frente a la telaraña de las isobaras y anuncie cuatro gotas, échense a temblar, pues al día siguiente lo mismo tenemos que sacar el arca de Noé del garaje para ir al trabajo. Que España es el país europeo donde más está golpeando el cambio climático. Que o no llueve ni a tiros o en Valencia, por ejemplo, la estatua de Jaime I el Conquistador sale una mañana nadando a mariposa con el yelmo y la loriga puestos, entre las sirenas del 112 y los relinchos ecuestres del caballo, mientras la riada se lleva el Miguelete, los calabacines, a la fallera del arroz y a una pareja de británicos que intenta aferrarse a un poema de Ausiàs March para no naufragar en la playa de la Malvarrosa.

Con la sequía, Madrid se transformará en una prolongación climática de Rabat y Carmena vestirá un burka de Gucci

Dicen los expertos que nos haremos anfibios. Que violentas inundaciones alternarán con largos periodos de sequía. Que el Cantábrico engullirá las arenas belle époque de la Concha. Que las plagas de insectos reducirán las cosechas. Pero algunos, ni caso. Algunos creen que basta con denunciar el problema para resolverlo. De lo contrario no se entiende que las transnacionales y los políticos persistan en su desidia, en sus floridos blablablás. De seguir así, y la cosa no tiene pintas de cambiar, no hace falta ser Nostradamus para adivinar que quien tenga un botijo de agua habrá encontrado el vellocino de oro y que la tercera guerra mundial vendrá por una botella de Solares de más o de menos.

Y mientras esperamos el apocalipsis, que Wyoming retransmitirá en directo con el fondo de la Quinta de Beethoven, sigamos cogiendo el coche para ir a comprar el pan a la vuelta de la esquina y el avión para desplazarnos desde Estrecho a Cuatro Caminos. O edificando urbanizaciones tan poco sostenibles como las de antes de la crisis económica. O talando pinares en favor de otro nuevo campo de golf en Arévalo, en pleno secarral, para que los cabreros de adobe y pana echen unos hoyos después de recoger el ganado en el aprisco. Y construyamos más pozos para que los aspersores estornuden día y noche el agua bendita de los acuíferos sobre el maíz mesetario que, de un tiempo a esta parte, ocupa lo que fueron tierras de pan llevar.

La tercera guerra mundial vendrá por una botella de Solares de más o de menos

Y, sobre todo, roguemos que a ningún político de la OCDE —que es la que en el fondo elabora los planes de estudios de nuestra escuela neoliberal— se le ocurra incluir la ecología en las aulas, pues la educación ha de estar al servicio de la economía y de las TIC. Que la seño de todos los niños se llama ya Cortana. Pero luego ocurre que la seño no entiende a los críos cuando pronuncian la palabra lluvia y suspenden, claro, el examen de Naturales. Porque la lluvia, sencillamente, no existe, señorita Cortana. La lluvia, la humilde y necesaria lluvia, esa agua en cursiva, ese maná verde y fecundo, es algo que ya solo sucede en el pasado, como en el poema de Borges.

Yo no sé si Carmena lleva en su programa electoral hacer rogativas en Twitter, pero ya que Mónica López nos niega la lluvia, habrá que sacar por los barbechos de la Castellana a San Isidro para que nos riegue los embalses de Madrid, que cada día se parecen más al desierto de Tabernas. Porque a estas alturas una cosa está clara. Ganará las elecciones de abril, aguas mil, el partido que haga llover.