Nos hemos acostumbrado a contemplar en los noticiarios el drama palestino-israelí como si se tratara de un fenómeno natural inevitable e interminable. Y antes que nosotros se acostumbraron nuestros padres y nuestros abuelos. Cerca de 70 años después de que los británicos abandonaran Palestina, árabes y judíos continúan enzarzados en una guerra cruel ante la indiferencia cansina de la comunidad internacional que tanto contribuyó a su inicio. En este último episodio ya han muertos más de cien criaturas, miles han tenido que huir de sus casas y todos los analistas vaticinan una pronta ofensiva terrestre israelí que agravará la situación. A todo esto, el secretario general de la ONU se ha limitado a una mera “llamada a la contención”, que resulta tan patética como grotesca.

Las consecuencias de este largo conflicto constituyen una vergüenza para toda la Humanidad y la mayor constatación del fracaso en las instituciones que han de velar por el cumplimiento de la legalidad internacional. Son ya millones los muertos, los torturados, los encarcelados y secuestrados, los amenazados, los refugiados, los exiliados y los desplazados. Hombres, mujeres y niños, muchos niños inocentes. Además, la guerra palestino-israelí es foco constante de inestabilidad en todo el mundo, y un factor clave para la legitimación de miles de grupos radicales que practican el terrorismo en los cinco continentes. Parece mentira que en pleno siglo XXI, la comunidad internacional siga impávida ante el devenir terrible de una guerra basada en la religión y los límites territoriales.

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