Somos lo que hemos perdido. Los psiquiatras aseguran que cada vez estamos más tristes. ¿Cómo no vamos a estarlo, padre Freud, si en cada esquina hay un tribunal de moralistas que nos declara culpables solo por existir? En efecto, si te comes un irreverente chuletón de ternera, eres cómplice de los torturadores de animales. Si se te ocurre envejecer y no ponerle remedio en el quirófano, te has ganado una entrada al palco vip de un auto de fe en el que tú serás espectador y protagonista. Si tu idea de la felicidad es inferior a un BMW M6 Cabrio, eres un fracasado. Si haces un chiste sobre la bandera nacional, procurarán recompensártelo enviándote al trullo. Si elogias la belleza de una mujer, eres un sátiro. Si suspendes a un alumno, eres un fascista. Etcétera, etcétera y por ahí todo derecho.

¿Cómo no vamos a estar tristes si la depresión, en vista del estercolero que nos rodea, es casi una obligación moral? Estamos tristes, sí, y también hastiados, confundidos, rabiosos. Hemos perdido la alegría de vivir y, a diferencia de la generación de nuestros abuelos, ya no tenemos sueños. A lo sumo nos conformamos con aspirar a tenerlos algún día (pregúntenles a los jóvenes). Por otro lado, si nuestros padres fueron el producto de su época, nosotros pertenecemos a una época en la que solo somos productos. Y en la que, además, tu valía no se mide por lo que aportas, sino por lo que quitas a los demás.

Si nuestros padres fueron el producto de su época, nosotros pertenecemos a una época en la que solo somos productos

No es extraño, pues, que del Edén apenas nos quede una manzana digital mordisqueada por Steve Jobs. De la libertad, esa antigualla de guardarropía, la decisión de pulsar o no el icono de “Me gusta” debajo de un comentario de Facebook. Y de la moral, un estruendo de ranas cuyo croar paranoico está entre el delirio y el folletín.

Porque cada vez hablamos más de ética y otros campanudos blablablás. Lo hacen, sobre todo, los políticos, esos artistas de variedades. Pero no nos equivoquemos. Nos interesa más obtener el pasaporte de víctimas que nos autorice al linchamiento y a la jeremiada que la moral en sí misma. Pues, hoy, la moral, al no asentarse en el ático de la filosofía, sino en los sótanos del capitalismo, ya no está al servicio de la civitas ni del bien común. La moral está al servicio del espectáculo y de intereses personales, económicos y partidistas. Ahí están nuestros políticos acusándose mutuamente de inmoralidad cuando tienen una televisión delante. ¿Harían lo mismo si no hubiera periodistas?

Por otra parte, el discurso moralista actual no pretende limpiar la basura, sino ocultarla detrás de una retórica de tinta de calamar. En efecto, si nos llenamos la boca hablando de ética (existe el porno ético o incluso la banca ética, valga la contradicción), es porque bajo nuestras palabras virginales presentimos mucha, mucha podre que sabemos que no vamos a transmutar en olor de jazmín por más que recitemos pasajes de la Ética a Nicómaco.

Nos interesa más obtener el pasaporte de víctimas que nos autorice al linchamiento y a la jeremiada que la moral en sí misma

Lo peor de todo, como decía, es que la moral ya no es un bien social deseable en sí mismo. Es un arma para perseguir al que disiente y un pretexto para acorralar a quien amenaza nuestra neurosis de hegemonía y pureza. Por eso, la neomoral excluye los matices, las escalas, los grados. El cristianismo acertaba al distinguir entre pecados veniales y mortales. Nosotros, pudibundos meapilas laicos, no. De ahí que igualemos en gravedad delictiva al que mejora su currículum con el que defrauda varios miles de millones a Hacienda, pues ambos mienten. Eso explica que los puros se empeñen en abrir en cada perfil de Twitter una franquicia de Guantánamo. ¿Qué ganan? Mucho. Detrás de ciertas cuentas hay grupos de presión que tratan de influir en las decisiones judiciales, imponer sus reivindicaciones, sembrar miedo, convertir a cualquier ciudadano en sospechoso, etc. Quien se beneficia de este clima de recelo es la ideología totalitaria. La del blanco o negro.

Yo no conozco una algarada semejante en defensa de un buen plan de educación similar a la que provocó la sentencia del caso de La Manada, cuando el repugnante delito que cometieron sus miembros quizá proviniera de una deficiente educación, que no conviene confundir con mera instrucción académica. Pero no encuentro en las redes sociales masivas denuncias sobre el estado de la educación en nuestro país (la educación es un compromiso social y no meramente político, familiar y escolar), ni quejas por nuestras cada vez más anémicas alforjas culturales. Igualmente, no veo que estos probos moralistas okupen Twitter ni llenen las calles de chalecos amarillos lamentándose de que el prepuesto mundial de gastos militares duplique la deuda exterior de los países en vías de desarrollo. Ni de que aumente la brecha social. Ni de que nos ahogue la dictadura de lo banal. Ni de que se use la tecnología como instrumento de control del ciudadano. Ni de que España sea un país rico donde cada vez hay más familias pobres. Ni de que ni multinacionales ni gobiernos, en el caso de que no sean lo mismo, desdeñen tomar medidas verdaderamente eficaces contra el cambio climático.

Hoy todo es ético. Hasta existe una banca ética, valga la contradicción

¿Cómo no vamos a estar deprimidos, si vivimos en un mundo volátil? La ley de la gravedad dejó de existir en mayo del 68. Desde entonces, nada que no sea nuestro ombligo o la defensa de nuestras filias y fobias pavlovianamente condicionadas nos importa ni conmueve. Flotamos en una apatía bulímica, en una beatífica ingravidez emocional, como astronautas que hubieran perdido el contacto con la nave nodriza. La historia nada puede enseñarnos, porque no existe. Y la tolerancia solo es la suspensión provisional de nuestra condena. Somos lo que hemos perdido.