Las manifestaciones que se están produciendo, especialmente violentas en Cataluña, tras el encarcelamiento de Pablo Hasél, han puesto de manifiesto la extrema debilidad del actual y del futuro gobierno de la Generalitat. Como si fueran el gato de Schrodinger, el Govern catalán es al mismo tiempo responsable y crítico con la actuación de la policía autonómica.

Con voz firme ordenan la intervención de la unidad antidisturbios (Brimo) y justo después modulan el tono y, sorprendidos por la dureza de la represión que ellos han mandado, se ponen como tarea fundamental cambiar el proceder de sus subordinados. Cualquier estudiante de primero de psiquiatría sería capaz de diagnosticar, con absoluta seguridad, esquizofrenia en grado avanzado. Pero no nos llevemos a engaño, aunque los síntomas parezcan claros, lo que padece el Govern, desde hace ya muchos años, es un terrible y paralizante pánico.

Desde luego tienen un justificado miedo a la posible actuación del estado, pero muchísimo más a ellos mismos. Les aterroriza que el independentismo que alimentó Artur Mas, por pavor a que la corrupción de Convergència lo descabalgara del poder, los deje atrás. Y la adrenalina que les provoca el extenuante intento de mantenerse al frente del movimiento, les impide pensar más allá del siguiente paso.

Nada hay más alejado del pensamiento burgués nacionalista (catalán o de cualquier otro lugar del planeta) que los movimientos anarquistas y de extrema izquierda que desde hace años lideran las manifestaciones en las calles de Cataluña. Pero los dirigentes de Junts per Catalunya y de ERC justifican su parálisis con el argumento de que pueden ser una útil herramienta para conseguir el objetivo final. Autoconvencidos de  que, una vez alcanzado, serán capaces de controlarlos y de volver al orden social que les permita mantener sus privilegios. Deberían leer más historia.