Apremiado por el hambre de los suyos, que esperaban ansiosos su regreso con algo sustancioso que llevarse a la boca, el cazador tenía que decidir deprisa a cuál de sus perros ordenar que capturara la pieza: en vez de optar por el podenco, lo hizo por el galgo.

La decisión parecía correcta porque, en efecto, el galgo se hizo con la pieza, pero posteriormente un prestigioso tribunal cinegético determinó que, si bien el galgo reunía los requisitos para la ocasión y así se evidenció al culminar con éxito la orden de su amo, éste debió haber sopesado con mayor detenimiento su decisión antes de relegar al podenco, cuyas características aerodinámicas eran, según la ciencia veterinaria, las idóneas para la ocasión.

Los jueces admitían que el galgo cumplió la misión encomendada y aun que el procesado, al volver a casa con el zurrón cargado, fue recibido con alborozo por los suyos, pero puntualizaban severamente sus señorías con rigor erudito que se veían en la triste necesidad de condenar al cazador porque –la técnica taxonómica no alberga dudas al respecto–, dadas sus especificidades tanto filogenéticas como ontogenéticas, el espécimen a abatir, señoras y señores del Gobierno, debió ser capturado no por el galgo sino por el podenco, aun con el riesgo hipotético de que el entusiasmo del joven lebrel y sus poderosas fauces pudieran haber causado a la pieza daños irreparables hasta el punto de hacerla inservible como alimento.

El relato anterior es, obivamente, una variación –otra más– de la fábula de Tomás de Iriarte ‘Los dos conejos’, inspirada a su vez en relatos más antiguos. La reproducimos aquí porque puede ser lectura de provecho para los seis magistrados del Tribunal Constitucional que han afeado al Gobierno haber utilizado para frenar el contagio del Covid-19 la herramienta del estado de alarma y no la del estado de excepción, en el entendimiento de que lo que hizo el Ejecutivo fue suspender la libre circulación de las personas y no meramente limitarla:

Por entre unas matas / seguido de perros / (no diré corría) / volaba un conejo. / De su madriguera / salió un compañero, / y le dijo: "Tente, / amigo, ¿qué es esto?" / "¿Qué ha de ser? responde. / Sin aliento llego... / Dos pícaros galgos / me vienen siguiendo." / "Sí, replica el otro, / por allí los veo... / Pero no son galgos." / "Pues ¿qué son?" -"¡Podencos!" / "¡Qué! ¿Podencos dices?" / "Sí, como mi abuelo." / "Galgos y muy galgos: / bien visto lo tengo." / "Son Podencos: vaya, / que no entiendes de eso." / "Son galgos, te digo." / "Digo que podencos." / En esta disputa / llegando los perros, / pillan descuidados / a mis dos conejos. / Los que por cuestiones / de poco momento / dejan lo que importa, / llévense este ejemplo.

Es probable, en fin, que la Abogacía del Estado y demás servicios jurídicos de la Presidencia del Gobierno sopesaran en su momento que optar por el galgo del estado de alarma y no por el podenco del estado de excepción podía tener ciertas contraindicaciones de constitucionalidad, pero gusta imaginar que la balanza se inclinó finalmente a favor del primero cuando el más leído de los letrados citó de carrerilla la fábula de Iriarte y coronó su argumentación con esta cita problemática pero certera del gran José Bergamín: “En ciertos momentos, la única forma de tener razón es perdiéndola”.