Francisco Franco no solo quería mandar; quería controlar la vida de todo un país como si fuera su cortijo, y lo consiguió de manera aterradora. Bajo su régimen, España se convirtió en un lugar oscuro, donde el miedo lo dominaba todo y la obediencia era obligatoria. No fue solo un dictador; fue un experto en hacer sufrir a la gente, un verdadero arquitecto del dolor.

La crueldad de Franco no necesitaba grandes discursos ni gestos teatrales. Su firma bastaba para condenar a miles de personas a la muerte. Un simple garabato suyo podía borrar una vida. Así de frío y despiadado era. Incluso la muerte parecía tener horario de oficina bajo su mando.

Franco montó un aparato estatal que funcionaba como una cadena de producción del sufrimiento. Las cárceles eran lugares donde la esperanza entraba recta y salía torcida. Los pueblos aprendieron a vivir con miedo cada día, y muchas familias se rompieron para siempre. Franco, imperturbable, revisaba todo con precisión, disfrutando del dolor que causaba.

Su maldad no estaba solo en lo que hacía, sino en cómo lo presentaba. Usaba sermones solemnes, desfiles interminables y gestos teatrales para convertir la represión en algo “patriótico”. Transformaba a las víctimas en enemigos del Estado y justificaba sus crímenes con palabras retorcidas.

Franco no era solo duro; era un depredador silencioso. No necesitaba mostrar violencia directamente; tenía decretos, censores y soldados listos para ejecutar órdenes sin preguntar. El miedo era su herramienta más poderosa, y lo extendía lentamente hasta que atrapaba a todo el país en una telaraña de terror.

Cada ejecución, desaparición o golpe burocrático llevaba su sello. No tenía que acercarse a sus víctimas; su firma y su mirada bastaban para decidir quién vivía y quién moría. Era un maestro del sufrimiento, cuya crueldad parecía no tener límites.

Durante décadas, España sobrevivió como pudo, atrapada en un ambiente de miedo y represión. Se hablaba en voz baja, se escondían los muertos y los vivos tenían que aparentar alegría. La memoria era casi un delito, y cualquier acto de rebeldía se pagaba caro.

¿Malo? ¿Asesino? Franco fue todo eso y más. No hacen falta adjetivos; su historia habla por sí sola. Su figura sigue siendo un recordatorio escalofriante de los horrores del totalitarismo y del sufrimiento que un ser humano puede infligir en nombre del poder. Su legado todavía resuena en la memoria de España.

¿Reconciliación? Si, reconciliación entre los españoles, pero para este arquitecto psicópata del dolor y artesano sádico del sufrimiento, solo deseo que se pudra bajo la tierra del cementerio de Mingorrubio y los gusanos se den todos los días un festín.