En la última semana han dado la vuelta al mundo, en un intervalo de tan sólo unos pocos días, dos fotografías tomadas al Papa católico con dos grandes mandatarios de dos de los países más relevantes del planeta: Donald Trump, recién elegido presidente de EEUU, y Justin Trudeau, primer ministro de Canadá desde el 4 de noviembre de 2015. Se trata de dos fotografías, aparentemente al uso, de un líder político, acompañado de su pareja o familia, con los lutos y los encajes que manda el protocolo, al lado del líder de la Iglesia católica; pero se trata de dos fotografías nada corrientes porque el Papa muestra un semblante muy serio y de enfado. Y eso es algo inusual que sorprende y llama la atención.

No llama la atención, y debería de llamar muchísimo la atención, el hecho de que todos los grandes líderes políticos, no sólo de países cuyas sociedades profesan la religión católica, sino de prácticamente todos los países del mundo, pasen por el rito del saludo en el Vaticano al paladín de la cristiandad. Como si la espiritualidad tuviera algo que ver con los tejemanejes de los que, a manos de los grandes lobbys del mundo, malgobiernan este planeta tan abusado, explotado y manipulado. A excepción, por supuesto, de sublimes y excelsas excepciones que, desafortunadamente, son la excepción de la norma.

Hace hasta gracia presenciar, en pleno siglo XXI, el sometimiento de los poderes terrenos a los “poderes divinos”, aunque ya sepamos bien de qué se trata esa “divinidad”. Y eso a todos los niveles. Desde los presidentes hasta los cargos públicos del pueblo más pequeño pasan, de un modo u otro, por esa “prueba del algodón” como confirmación de la sumisión (y toda sumisión es antidemocrática) a los gerifaltes clericales; lo mismo que en la Edad Media. Y no sólo muestran esa alianza o subordinación los de la derecha, lo cual es vergonzosamente evidente. Acaba pasando por el aro hasta el más “pintao”. Que se lo digan a José María González, “Kichi”, alcalde de Cádiz, cuyo ayuntamiento, con buena parte de votos progresistas, ha concedido la medalla de oro a la Vírgen del Rosario. Ahí queda eso. La España de pandereta, de cerrado y sacristía, que decía Machado. Hace hasta gracia, pero es algo tremendamente serio.

Volviendo a las fotos que mencionaba al principio, el semblante del Papa al lado de Trump y familia, vestidos como manda la tradición, parece, en términos coloquiales, “un cromo”. Un semblante apesadumbrado que, quizás, podría parecer, a quien no esté muy informado, la muestra de una supuesta disconformidad del Papa Bergoglio con las actitudes de desprecio a los Derechos Humanos del magnate y presidente norteamericano. Lo que ocurre es que, si nos informamos bien, la Iglesia católica está más que experimentada en esos mismos menesteres, y algunos otros más; por lo cual esa hipótesis es mejor descartarla.  

Con respecto a la imagen de disgusto y descontento de la foto de rigor del Papa junto al Primer ministro canadiense, es otro cantar. Según narran diversos medios de comunicación, el gesto de incomodidad de Bergoglio se debe, con toda probabilidad, a lo que el mismo Trudeau reveló a los periodistas después de su cita papal: le pidió Trudeau que la Iglesia Católica pida perdón a la sociedad canadiense por los miles de niños abusados por sacerdotes católicos en el país.

En concreto se refería al caso de más de 150.000 niños aborígenes canadienses que fueron cruelmente encerrados, segregados y maltratados hasta extremos inconcebibles en internados católicos, los llamados “residencial schools”, que funcionaron desde 1880 hasta 1996, y en los cuales se adoctrinaba en el cristianismo a miles de niños que fueron alejados de sus familias y sometidos a situaciones realmente inconcebibles. Algunos lo llaman “genocidio cultural” de los niños aborígenes canadienses, otros lo llaman directamente genocidio. El objetivo era acabar con las culturas aborígenes de Canadá, que es más grande el pastel si no se reparte. Algo que se ha repetido en numerosas ocasiones a lo largo de la dura y cruel historia del cristianismo.

Sea como sea, en cada uno de los episodios y de las verdades históricas, pasadas o presentes, de los que nos imponen su moral (la misma que ellos ni de lejos cumplen) nos hacemos más conscientes de que la religión, como decía Gandhi, es lo más lejano y opuesto a lo que llamamos “espiritualidad”. Que el emperador Constantino metió, bien metida, la pata hasta el corvejón. Que el respeto no se regala ni se exige, y menos si no se otorga a los otros. El respeto se merece. Que la moral es universal, y no es divina, sino humana. Que la religión no es trascendencia, sino lo contrario. Que la religión es política, además de otras muchas cosas.  Que la laicidad es absolutamente necesaria si queremos vivir en sociedades justas, cultas y libres. Que, como dice Woody Allen, si dios existe espero que tenga una buena excusa con la que justificarse.