Feijóo está a punto de arrodillarse ante Abascal. No se trata solo de la sucesión de Carlos Mazón en la Generalitat Valenciana ni de un simple acuerdo de investidura. Lo que está en juego es la estructura de poder del Partido Popular y su futuro inmediato. Vox no negocia una presidencia: negocia la humillación pública del PP, demostrar que la derecha tradicional ya no manda. Y Feijóo, debilitado y temeroso de que unas elecciones autonómicas lo hundan aún más, está dispuesto a ceder, aunque eso signifique entregar su partido a quien quiere destruirlo.
Feijóo, pese a pedir elecciones constantemente, les tiene pánico. Lo arrastra desde que creyó que ganaría con holgura las últimas generales, donde no fue presidente. No porque él no quisiera, sino porque los españoles no quisieron. Por eso el PP se niega ahora a devolver la voz a la sociedad valenciana y dejar que decida su futuro.
Durante un año, PP y Vox caminaron juntos en Valencia. Sostuvieron el gobierno de Mazón incluso cuando la gestión de la DANA dejó 229 víctimas mortales, señaladas por sus familias como resultado de negligencia, improvisación y falta de liderazgo. Lo mantuvieron también cuando el dolor de esas familias llegó al Congreso. Ese día, casi todos los diputados aplaudieron sus testimonios. Todos, menos los del PP y Vox. Es difícil encontrar un símbolo más claro del deterioro moral de la derecha española: incapaces de acompañar en un gesto mínimo de humanidad a quienes han perdido a sus seres queridos.
Aquel silencio no fue un accidente, sino una línea política. La demostración de lealtad de Feijóo a Mazón y de Mazón a Abascal. Había que mantener la unidad, aunque fuera indecente. Las víctimas importaban menos que la estabilidad interna. Pero la presión social, moral y judicial terminó haciendo lo que Feijóo se negó a hacer: Mazón dimitió. Y esa dimisión ha desatado el terremoto que hoy amenaza con sepultar al PP.
Ahora Feijóo tiene que negociar la continuidad del gobierno valenciano con un Vox que no busca estabilidad, sino protagonismo. Durante un año, la extrema derecha impuso su agenda desde dentro: negacionismo climático, recortes en igualdad, ofensiva contra la cultura y el valenciano, exclusión de inmigrantes de ayudas básicas, políticas de “prioridad nacional”. Mazón era el gestor; Vox, el eje ideológico.
Pero Abascal quiere más. Quiere elegir al candidato, redactar el discurso de investidura y garantizar que las políticas de Mazón no solo continúen, sino que se radicalicen. Y quiere algo más importante: que Feijóo se incline públicamente ante él. Porque Vox ya no necesita gobernar para mandar. Su estrategia es condicionar, controlar y humillar desde el Parlamento. Su objetivo ya no es Valencia: es España.
Arrodillarse ante Abascal tendrá un coste. En Valencia, donde la dimisión de Mazón ha abierto una grieta profunda, y en el conjunto de España, donde el PP pierde votantes por su incapacidad para ofrecer una alternativa propia frente a la ultraderecha. Feijóo lo sabe, pero está atrapado: si obedece a Vox, pierde credibilidad; si se niega, habrá elecciones anticipadas que Vox cree poder ganar. El escenario perfecto para Abascal: o humillación pública del PP, o su derrota electoral. Feijóo entra perdiendo.
En Génova ya se admite lo que antes se negaba: el PP está en posición de debilidad. No hay candidato claro, porque cualquier nombre que propongan puede ser destruido por el rechazo de Vox. Mientras el PP duda, Vox marca los tiempos. Cada día sin candidato es una derrota política para Feijóo y una victoria psicológica para Abascal. La amenaza está sobre la mesa: o aceptas el candidato y las condiciones que imponga Vox, o vamos a elecciones. Y en unas elecciones, Vox puede quedar por delante del PP en Valencia. Ese sería el final político de Feijóo.
Vox no tiene nada que perder. Abascal sabe que cuanto peor le vaya al PP, mejor para él. Valencia es el escenario perfecto para acelerar el desgaste de Feijóo. La extrema derecha ya piensa en la siguiente legislatura estatal. Su objetivo es llegar como fuerza dirigente del bloque conservador, no como socio menor. Para eso, necesita que el PP se rompa.
La operación Aznar-Mazón fue un intento desesperado de evitarlo: mantener a Mazón cueste lo que cueste, incluso a costa de su reputación y de su futuro judicial. “El PP no va a cargar con las muertes”, se dijo. Pero el cálculo llegó tarde. La sociedad valenciana habló. Y cuando Mazón cayó, cayó también el escudo que mantenía a Vox subordinado.
El PP se encuentra ahora en la peor posición posible. Feijóo no puede ceder sin quedar deslegitimado, pero tampoco puede negarse sin arriesgarse a unas elecciones que podrían convertirse en su mayor desastre en décadas. La Comunidad Valenciana se ha convertido en el laboratorio donde se decidirá si el PP sigue siendo el partido dominante de la derecha o si Vox lo sustituye. Feijóo lo sabe. Por eso juega su futuro político a una carta peligrosa: entregar poder a Abascal para mantener la apariencia de estabilidad. Pero no hay estabilidad posible cuando tu socio quiere destruirte.
Feijóo no está negociando un gobierno. Está negociando su propia supervivencia. Y en esa negociación, la única certeza es que Vox ya ha ganado. Porque ha marcado el tablero, las reglas y el precio de cada movimiento. Valencia no es una crisis territorial: es la síntesis del fracaso de Feijóo como líder. Un partido sin proyecto, sin autonomía y sin capacidad para distinguirse de la extrema derecha. Lo que ocurra en los próximos días no decidirá solo el gobierno valenciano, sino quién manda en la derecha española. Y todo indica que Feijóo está dispuesto a aceptar su derrota de rodillas.
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